En cierta ocasión, llegaba yo del extranjero y me atreví a coger un taxi en el aeropuerto. Después de causar una honda decepción al conductor –por no haberle ordenado una carrera que llegase, cuando menos, a Estepona, viviendo yo, qué le vamos a hacer, en el centro de Málaga– me senté en el asiento trasero del coche y entré súbitamente en una nueva dimensión. No podía oír mis pensamientos; el conductor tenía puesta la radio a un volumen inconcebible. ¿Qué hacer? Me jugué la vida y le pedí, por favor, que la bajase. Su reacción fue templadísima: me dijo que el coche era suyo y en él sonaba lo que le daba la gana, al volumen que le daba la gana, y que, si no me gustaba, me bajase allí mismo. Estábamos en medio de ninguna parte, en plena autovía, así que acepté su enmienda, aunque no sin sugerir que acaso un servicio público no debería regirse por tales normas. Aguanté como pude el resto del trayecto, pero parece que mi ofensa fue profunda: cuando me bajé, mientras arrancaba, el conductor me insultó a viva voz y se fue con su música a otra parte.

¿Se dan cuenta? Una de las raras virtudes de España es que convierte los ejemplos en categorías; no hace falta elevarlos a esa condición, ya ascienden ellos solos. Se podrían escribir fácilmente artículos sin tesis, donde el mero relato de los sucedidos desgranase alegremente el significado de lo que se quiere decir. Esa es nuestra riqueza sociológica, el puro acervo de un pueblo orgulloso de su capacidad para vivir sin pararse a pensar lo que hace o en por qué lo hace, dejándose llevar por la pura inercia inconsciente, desenfadada, obtusa. Es esto lo que da fuerza a nuestras anécdotas castizas, a esas cosas que nos pasan en cuanto salimos a la calle, ¡aunque no queramos!

Pero del sector del taxi hablaremos otro día; en este caso, la categoría es la música, o sea, la imposibilidad de moverse en nuestra sociedad sin exponerse a la tiranía del equipo estereofónico. Ya entre uno a una oficina bancaria, a cualquier tienda, no digamos a alguna cafetería, hay música puesta; también es costumbre de los conductores de la EMT llevarse su transistor a cuestas. Rara vez se trata de una melodía clásica, a volumen moderado; lo más habitual es soportar a una emisora comercial de locutor marisabidillo y anuncios de autoescuela. Se diría que ciertos lugares, como los propios bancos, o incluso las salas de espera de las clínicas, deberían abstenerse de imponer a sus clientes un régimen musical permanente; digamos que por pura dignidad, por seriedad. Pero no es así; la seriedad, para los alemanes.

Ni siquiera las oficinas públicas cumplen un requisito que seguramente (no me voy a levantar a mirarlo) está reglamentariamente prohibido. Si no me creen, pásense por Emasa, donde tuve que hacer un trámite ayer mismo. La funcionaria fue categórica cuando le dije que quizá era raro que tuvieran allí puesta la radio a volumen considerable: «Esto es un hilo musical y usted es el primero que se queja desde que yo estoy aquí». Fíjense que la respuesta podría haber sido más amable, más comprensiva con el usuario que sostiene con sus impuestos el entramado administrativo del que esa señora es parte. Pero así somos: a los españoles la grosería parece venirnos de serie. Naturalmente, lo terrible es que yo fuera el primero en quejarme. Es terrible porque significa que la mayoría de los ciudadanos ni siquiera percibe el ruido. ¡No lo notan! Viven acostumbrados a él, conformes con él, felices en él. Somos cacofonía, estruendo, vulgaridad. Y nos gusta serlo.

Hay excepciones. Hace unas semanas, visité Fuengirola con unos amigos y entramos en la librería Teseo. Su silencio me llamó la atención; he entrado en librerías de Málaga que ponen música digna de un estante de gasolinera. Pregunté a una dependienta por esa elección. Su respuesta: «Es que si ponemos música quizá la que elijamos guste a algunos clientes, pero no a otros, de manera que lo razonable es no poner ninguna, para no molestar a nadie». Pensé en casarme con ella. Pero no creo que ella hubiese querido.