Intentamos hacer una guerra sin bajar del autobús, ni mancharnos las manos, pero no hay manera. Tiramos bombas en Libia para acabar con una dictadura, o abrir una brecha por la que se cuele la democracia, y la onda de la explosión nos mete oleadas de inmigrantes, que paramos en seco en el recibidor para que no entren hasta el fondo de la casa.

Los jóvenes del Mediterráneo-Sur hacen su revolución porque quieren ser como nosotros, pero en cuanto nos descuidamos acaban viniendo y se nos plantan en la puerta con mirada lastimera. Entonces nos vemos obligados a decirles que éste es un club muy exclusivo, al que no entra el que quiere sino el que puede.

O sea, que aunque disponen de nosotros para que les sirvamos algunos bombardeos, fuego amigo incluido, eso no les autoriza a tomarse confianzas. Conservar la riqueza y a la vez la buena conciencia humanitaria se pone cada día más difícil.