Una de las ventajas de la crisis es que acabará probablemente con muchos museos y museíllos acerca de la nada, con instituciones supuestamente culturales y perfectamente prescindibles, con organismos inventados para regalar nóminas o dietas, y con premios millonarios que en ningún caso conocieron ni un pedacito de posteridad. La democracia es por lo general un sistema bondadoso y bienintencionado, y en su ansia por elevar el nivel del personal confunde a menudo la cultura con la estadística.

Leemos que centenares de miles de personas visitaron tal o cuál centro de arte, como si el número de consumidores avalara necesariamente la calidad de lo consumido. La cantidad no es garantía de nada, y menos aun de excelencia, en cualquier ámbito, incluyendo el político. Aunque millones de personas puedan decidir democráticamente que les gobierne un cretino, ese voto multitudinario no le aportará al elegido las virtudes que no tiene. Sólo sucede tal cosa en el caso del Papa, infalible y divino desde el momento de su elección, según las encantadoras fantasías teológicas del catolicismo.

Será muy de agradecer que la crisis impida que se inauguren más museos acerca de lo que sea. No comprendo esa compulsión que nos ha llevado, durante estos últimos lustros, a «museificarlo» todo. Tampoco entiendo como la gente puede meterse en una gran pinacoteca y tirarse allí un par de horas, contemplando una obra maestra detrás de otra, sin caer en la extenuación metafísica ni entrar en coma espiritual.

Vivo muy cerca del museo del Prado, y voy alguna mañana a desayunar allí. Veo después unas pocas pinturas, permanezco unos minutos en el extraordinario claustro de los Jerónimos, integrado en el complejo por Rafael Moneo, y me salgo. Un día me topé con la muestra de Rubens: docenas de cuadros colgados apretujadamente uno junto al otro, como devorando al espectador, y casi me da un colapso. Pero los turistas deambulan horas y horas por los espacios del Prado, antes o después de visitar el museo de Cera o del Jamón.

Por lo mismo, me resulta divertido que muchos se tomen en serio esas exposiciones temáticas que cuelgan los mismos cuadros cambiando la ubicación y el orden. «Para que las obras dialoguen entre ellas», leí hace poco en un catálogo del museo Thyssen, como si se tratara de una muestra con los muñecos de Mari Carmen y José Luis Moreno.

Luego están esas otras exhibiciones que, valiendose de los mismos fondos artísticos, nos proponen «una nueva lectura». Ahí ya me da el ataque de risa y tengo que salir escapado del lugar. Por no hablar, a lo largo de estas décadas, de la moda de convertir en «contenedor cultural» cualquier edificio más o menos histórico a rehabilitar, sin pensar muy bien en su uso y menos aún en sus costes de explotación, sólo por el afán de inaugurar algo. Aunque, gracias a ello, han podido exhibir su obra artistas que, sometidos a un mínimo de exigencia y de decoro intelectual, ni siquiera hubieran merecido exponer en el rellano de su casa.

También puede hacer mucho, la crisis, para podar esa otra obsesión según la cuál todas las autonomías han de contar con todas las manifestaciones del arte, el teatro, la música, el cine y etc. La descentralización debería de haber producido bienes culturales diversos, en cada región del país, en lugar de uniformar a todas con las mismas categorías. Pero si se han hecho AVEs allá dónde no había viajeros, es «normal» que una autonomía gaste millones de euros en fomentar un teatro de ínfima calidad, cuando quizás lo suyo sería invertir en poetas, por decir algo, o en orquestas de cámara, o en artes visuales. Esa obcecación por fabricar cultura en grandes cantidades, porque el guión electoralista lo exigía, no ha traído nada bueno.

Se acabaron también, y aquí si que estamos hablando de miles de millones, los grandes fastos arquitectónicos. Cada autonomía debía de tener su magna obra, más magna si cabe que la de sus vecinos, construida por el más afamado y más carísimo arquitecto del momento. Ante todo el diseño de autor, luego ya se vería como rellenar los espacios. Esa política ha producido unas pocas obras excepcionales, como las de Moneo y Frank Gehry, pero también algunos ataques de estética fallera aplicada al cemento, como los inventos de Calatrava, tan efectistas como carísimos y perecederos. Pero se acabó lo que se daba.

Después de tanta ingesta indiscriminada de calorías, al mundo de la cultura le vendrá muy bien una dieta acelerada de adelgazamiento.