Unidos por la ideología, el uniforme militar y últimamente el chándal, Fidel Castro y Hugo Chávez comparten también una histórica tendencia de los autócratas a ocultar sus alifafes de salud.

El viejo y algo vergonzante concepto de «enfermedades secretas» con el que se aludía a las del bajo vientre ya está en desuso. Lo que ahora se lleva es el enfermo secreto. Ahí está para demostrarlo el caso de Castro, convaleciente de una misteriosa dolencia desde hace años. O el del propio Chávez que, tal vez por su condición de gobernante electo, tuvo el raro impulso de informar sobre su enfermedad tras varias semanas de disimulo y rumores.

No son los únicos, ni mucho menos. Los regímenes totalitarios tienden a expropiar la salud de sus gobernantes para convertirla en un asunto de Estado que goza de la condición de alto secreto.

El ejemplo más notable fue el de la Unión Soviética, paraíso del proletariado y del Imserso donde los dictadores caían como moscas sin previo parte médico que diera cuenta de sus achaques. A los médicos los sustituían los kremlinólogos afanados en diagnosticar por las fotos cuál era, pongamos por caso, el estado de salud de Breznev tras cada una de sus secretas hospitalizaciones. A veces, ni tiempo les daba de hacerlo, dada la avanzada edad a la que los gerifaltes soviéticos solían llegar al cargo. Andropov duró dos años al mando y su sucesor Chernenko apenas pudo ejercerlo durante quince meses antes de darse por fallecido y dejar paso a Gorbachov. Este último fue una excepción por su razonable salud, si bien tuvo la mala suerte de que se le muriese en brazos la propia URSS, dejándole así sin empleo.

Otros dictadores tenían mucha menor prisa en morirse, pero aun así insistieron en esconder celosamente sus dolencias. El general Franco trataba de disimular los temblores del Parkinson moviendo el brazo con gesto de autómata: y es que los achaques del autoproclamado Centinela de Occidente pertenecían al dominio del tabú. Incluso en sus horas de agonía, los censores de El Pardo cuidaban de que no apareciese la palabra «infarto» en los sucesivos partes médicos que hablaban de «heces hemorrágicas en forma de melena» y otros tan amenos como inextricables detalles. Tanto, que al final se limitaron a constatar escuetamente que había muerto al parársele el corazón. Nada más lógico.

Ni aquí ni en Pekín se informó jamás de que el Caudillo de España y su colega chino Mao Tse Tung estaban unidos por el común achaque de la arterioesclerosis, más allá de sus aparentes diferencias ideológicas. Casi tan paranoica como la de Franco, la propaganda del régimen maoísta llegó al extremo de difundir unas fotos en las que se veía al Gran Timonel tomando un baño junto a cinco mil atletas. La agencia oficial china precisaría después que Mao había nadado 13 kilómetros a sus 73 años, para que rabiasen los imperialistas que lo daban por enfermo irrecuperable.

Más rufo aún que Mao, ahí sigue Kim Jong Il, el jefe de la singular dinastía comunista de Corea del Norte. Al monarca norcoreano se le atribuye un variado surtido de cánceres y derrames cerebrales, lo que no impide que siga dándole al caviar, al buen vino francés y al sushi que se hace traer por vía aérea desde Japón.

De otros, en fin, sólo supimos lo malitos que estaban después de su muerte. Es natural, si se tiene en cuenta que Hitler padecía gases y un molesto exceso de babas o sialorrea: achaques que, de ser conocidos, acaso desluciesen la imagen imperial del Fuhrer. Tampoco hubiera ayudado gran cosa a Mussolini un parte médico en el que se informase al público de la sífilis que lo aquejaba.

Pasan los tiempos, pero no cambian las mañas. Ya de uniforme, ya con el toque informal del chándal, los autócratas son gente pudorosa a la que no gusta que el pueblo hurgue en sus achaques y, al hacerlo, descubra su condición mortal. Aunque al final todos se mueran como Franco, de una vulgar parada del corazón.