En nuestras sociedades, siempre que pensamos en el poder, solemos pensar en el poder político, y pensamos en él como si fuera el único poder presente en la sociedad. Pensamos en el poder político como un gran grumo frente a una sociedad civil atomizada, pero hay otros poderes económicos e ideológicos capaces de atragantarle la libertad a cualquiera, incluidos a los ciudadanos y a sus representantes.

Paradójicamente, el poder político democrático se convierte en el enemigo a batir por parte de los ciudadanos. Pondré un ejemplo vivido. Hace unos meses, en estas mismas páginas, critiqué que un líder de opinión sobre nuevas tecnologías hubiera comparado a un diputado del PP con una rata. Como consecuencia de mi defensa de la dignidad personal y política de un parlamentario, que por cierto es mi adversario, una persona anónima escribió lo siguiente:

«Lo que hace aquí Torres Mora es muy peligroso pues no se trata del ciudadano, del votante, señalando con su dedo al político y criticándole sino de lo contrario: el político con poder señalando y poniendo en el punto de mira al ciudadano».

Sin duda el razonamiento expuesto revela una asimetría, ¿pero cuál? ¿Quién tiene el poder? ¿el que puede ser insultado sin derecho a defenderse a sí mismo, o la persona que lo insulta impunemente? ¿Se trata del mismo poder en los dos casos? Es verdad que los representantes democráticos tienen un poder, pero no el poder de insultar. El poder democrático es un poder que ha sido civilizado, confinado en los límites de la legalidad, sometido a múltiples vigilancias y controles. Sin duda, como todo poder, tiene sus riesgos. No son riesgos desconocidos, siempre suele tratarse del mismo riesgo: volverse tiránico. Por eso, la misma sociedad que lo crea para gobernarse también lo limita para evitar que se vuelva contra ella y la domine.

Es importante distinguir a qué poderes nos enfrentamos, porque aunque hay un gran heroísmo en quien es capaz de desafiar a un poder tiránico, es más que dudoso el heroísmo de quien insulta a un poder democrático. En una sociedad despótica, los representantes lo son de un poder ajeno al pueblo; pero en una sociedad democrática, los representantes lo son del pueblo, de los ciudadanos. Esa confusión lleva a situaciones paradójicas, así por ejemplo cuando uno escucha algunas entrevistas a políticos democráticos, o lee los editoriales de algunos medios, a veces tiene la sensación de que el entrevistador o el editorialista se sienten los verdaderos representantes de los ciudadanos, cuando la verdad es que su patrón es Rupert Murdoch, Silvio Berlusconi u otros por el estilo. Esos también son poderes, que no nacen de una elección democrática, pero que sí influyen de manera relevante en la vida de las sociedades.

Sin duda un ciudadano del común no tiene la misma cantidad de poder que un representante, pero básicamente tienen el mismo tipo de poder: un poder democrático. Hay, sin embargo, otros poderes que influyen en la política, es decir, en la vida y el destino de la gente, y cuyo origen y reglas tienen que ver más con el dinero de quienes ejercen esos poderes que con el apoyo ciudadano. Por eso no es lo mismo que el líder de la oposición pida todos los miércoles y domingos adelanto de las elecciones, que lo pida un empresario de la comunicación. Ambos tienen derecho a hacerlo, es verdad, pero no es lo mismo.