La avalancha humana nos estampó durante varios minutos contra una de la puertas de entrada al estadio Vicente Calderón. Del concierto al desconcierto. Juan Carlos se puso rojo y pidió socorro desde el principio, como buena parte de la cola, mientras un tío disfrazado de Axl Rose, Javi y yo nos moríamos de la risa. La cosa dejó de tener gracia cuando recordé mi estatura y el grito de la masa se hizo desesperado.

Inutilizado de piernas y manos, mi alma de fan seguía defendiendo mentalmente el primer puesto de la fila que conseguimos llegando a la puerta el día anterior. Parecía que la avalancha no podía empeorar y llegó un último latigazo. Oxígeno había, pero no centímetros para que mis pulmones oscilaran. El silencio, la oscuridad y el muro humano de lava se disputaban los 19 años de mi cuerpo. No perdí la calma porque no había espacio, así que mi cerebro se centró, muy por encima de la tortilla de patatas, en los espectaculares filetes empanados que mi tía Femari había preparado ese mismo día para que comiéramos en la cola de la muerte. Aquel rebozado de terciopelo era un antídoto contra el hambre y el dolor.

Lo siguiente que recuerdo es el morro lleno de babas de un caballo que embestía a todo lo que no se movía. Sólo le faltaban cuernos. El frescor se apoderó de mí y di unos pasos para evitar la danza de la bestia. Me sentí ligero, ágil y sucio. El paseo de los Melancólicos habría quedado del todo desierto si no fuera por el golpe que me cruzó la espalda y me devolvió la orientación. «¿Qué haces?», pregunté retorcido. La novia de Robocop, con casco y una porra en la mano, sonrió por la pregunta y me sugirió que corriera, que no fuera tonto y no esperara la llegada de sus compis de oficina. Miré a mi alrededor y vi que dos terminators, tras talar a gomazos a unos heavies insurgentes a la altura de los riñones, comenzaron a acercarse. Por fin comprendí que estaban cargando para despejar la avalancha y que aquella agente fue mucho más cortés de lo que se le exigía. No me mereció la pena esperar para agradecerles su colaboración. Cerré los ojos y corrí a oscuras buscando el antídoto rebozado.

Mi impresión, pues, es que una carga policial no tiene nada que ver con lo que los indignados han descrito y denunciado estos días, por nobilísima que sea su causa. Que te levanten a pulso del suelo cuando impides el paso de vehículos oficiales del CIE de Capuchinos, o que te empujen para evitar que abras un furgón es un trabajo de guardería si se compara con un antidisturbios en pleno esfuerzo. Sobre todo si se tiene en cuenta que estás quebrantando la ley y que la resistencia garantiza la galleta de manaza abierta. Si un antidisturbios te recomienda que no hagas algo, es mejor no hacerlo. Si lo haces, es conveniente correr más que él. Pero si lo haces y no corres, cierra los ojos y piensa en algo muy rico.