Los israelíes han puesto fin a décadas de silencio. Las masivas manifestaciones del pasado fin de semana han sacado a las calles a más de 300.000 personas en la mayor protesta social de la historia del país. Los precios de la vivienda (250% de subida de los alquileres en tres años), la carestía de los productos básicos, la degradación de la sanidad y la educación (40 niños por aula), sumados al crecimiento de las desigualdades (20% de pobres) han dado alas a un movimiento que comenzó el 14 de julio con una acampada que aún se mantiene viva en Tel Aviv. Los israelíes han renunciado a un mutismo mantenido años con la excusa de que «la situación» (el conflicto con los palestinos) volvía antipatriótica cualquier crítica.

Trescientas mil personas son un océano de descontentos en un país de 7,5 millones de habitantes. En España, en busca de un paralelismo con el 15-M, se los conoce como los «indignados» de Israel. Sobre el terreno son más numerosas, sin embargo, las referencias a las revueltas árabes. Por su parte, algunos protagonistas y analistas, en un curioso ejercicio histórico, aseguran que se vive un mayo del 68. Lo mismo ocurrió hace meses con las revueltas tunecina y egipcia.

Está claro que los opositores israelíes viven en un Estado democrático, por lo que no tienen que derribar autócratas. Sin embargo, comparten con sus vecinos árabes el encarecimiento, la escasez de vivienda digna y asequible o el rechazo a una desigualdad creciente, agrandada por tres años de crisis. También comparten, en el plano instrumental, el recurso a las redes sociales para informarse y convocarse. Este es ya, no obstante, un elemento común a cualquier protesta, como antes lo eran las más ineficaces convocatorias por teléfono fijo u octavilla.

Sin ir más lejos, Twitter y Facebook están siendo el vehículo de organización de las hordas de marginados que incendian Londres y otras ciudades inglesas. Y, sin embargo, estos disturbios, orientados a la destrucción, el saqueo y el ajuste de cuentas con la policía, tienen muy poco que ver con las revueltas árabes, los indignados españoles o la protesta israelí.

Con lo que tienen mucho en común es con los incendios –pequeños cada fin de semana y grandes casi cada otoño– que iluminan las noches francesas. Los revoltosos ingleses de hoy, como los galos de 2005 y años sucesivos, son el estandarte del gueto, del naufragio de la integración de los inmigrantes. Poco que ver con el resto de las protestas de 2011, salvo que la crisis intensifica las contradicciones sociales en todas partes.

En cuanto a las similitudes de indignados israelíes y españoles, encuentran sus raíces en la común pertenencia a sociedades democráticas y el común rechazo al avance de las políticas neoliberales. Pero mientras en España se grita contra una corrupción enquistada en la cotidianeidad («No hay pan para tanto chorizo») y contra la terrible burla que representa la gestión de la crisis de 2008, en Israel se reclaman políticas básicas y se está intentado crear un espacio de crítica social inédito.

Las apelaciones a mayo del 68 son, sin embargo, chocantes y revelan lo mal divulgada que sigue estando aquella lejana revuelta. Mayo del 68 fue la réplica alicorta generada en la Europa continental capitalista por el terremoto antiautoritario que sacudía al más evolucionado mundo anglosajón: sexo, drogas, rock and roll, y, en EE UU, derechos civiles y antimilitarismo. Un terremoto de las mentalidades –con epicentro en el lisérgico 1967 de California y Londres– impulsado por una juventud que, sin paro ni carestía, quería reventar las convenciones, transformar el yo para cambiar el mundo.

«Libera tu mente» fue el simple y directo grito de guerra anglosajón. Un París antiguo de estudiantes encorbatados en alianza con las burocracias sindicales lo convirtió en un bello y confuso «bajo los adoquines, la playa».

Así pues, aunque con grandes limitaciones, el 68 recogía parte del aliento del 67. Repudiaba el modo de vida ofrecido por una opulenta sociedad keynesiana basada en el estado del bienestar y el consumo de masas. Tras tres décadas de desmontaje neoliberal de aquel estado de bienestar, de la opulencia de antaño ya sólo queda un consumo hipertrofiado hasta el delirio por los medios. Y, a diferencia de 1968, es en ese modo de vida –y este sí es un punto común a todas las protestas– en el que aspiran a integrarse todos los excluidos que se rebelan en 2011.