­­­Ya es un hecho. Después de los vampiros, en todas sus versiones crepusculares, se imponen los zombis. Carlos Sisí los puso de moda desde la Costa del Sol y en EEUU, una serie de gran éxito, «los muertos caminantes», los coloca en la cima del estrellato.

Como los vampiros, los zombis son esa clase de muertos que, durante el día, no dan un ruido, pero, llegada la noche, se ponen en pie para liarla. Se ve que lo de tener el sueño cambiado, les pone de una mala hostia del copón; trasnochar no es bueno ni para los muertos, pero no todos llevan tan mal el insomnio, pues hasta en la materia «monstruos», hay clases y maneras de saber estar. Personalmente, yo me quedo con el vampiro, quien, pese a sus hábitos anómalos, siempre se levanta del ataúd trajeado y elegante como un pincel, de modo que incluso su palidez y sus ojeras le dan cierto aire de aristócrata decadente. En contrapunto, el zombi, de presencia apercodida y cochambrosa con su larga pelambre piojosa, ofende a la vista y al olfato con sus hedores putrefactos, pues, evidentemente, huele a muerto. Me hago cargo de que la tumba no es el mejor de los lugares para guardar una higiene capilar ni indumentaria y de que, después de las doce, no son horas para pedirle cita al peluquero, sobre todo, cuando la urgencia del hambre lo empuja a uno al desesperado pillaje de vísceras y tripas ajenas. Pero no sé, no sé; esos desordenados modales suyos en la mesa, ese modo de engullir sin masticar y sin cubiertos, no me parece el mejor de los ejemplos pedagógicos. Habida cuenta de que el zombi pugna por convertirse en el próximo referente en la literatura juvenil, podría interpretar la muchachada que la moda es ir de mierda hasta los pelos, pues, como ya dijimos más arriba, el zombi, cual todo monstruo caníbal, no sólo ofende a la ética sino a la estética y la higiene por ser, además de horrible, cochino de campeonato.

Pero no son sólo los zombis los únicos muertos que dan que hablar en esta sociedad tan dada a la necrofilia. Hay también otros muertos tan vivientes que se diría que nunca acaban de morirse, que alimentan periódicamente los informativos, cuando parece que no hay otras noticias que llevarse a la boca. Unas veces es Amy Winehouse, otras Michael Jackson y, si aprieta la escasez de novedades, no hay más que volver a resucitar a Elvis Presley, especular con el misterioso fallecimiento de Natalie Wood o aventurar de nuevo el paradero del improbable cadáver del pobre García Lorca. Y qué decir de Marilyn, cuyos restos mortales, suculentos y abundantes, nunca dejan de ser un éxito de ventas. Lo mismo sus diarios, un vestido a subasta millonaria, una película inédita o cierta colección de fotos póstumas que le valen al postor un Potosí. Por cierto que habrá de próximo estreno en cartelera un film sobre la manoseada biografía de la rubia inmortal. Me alegro de que la protagonista sea Michelle Williams y no Scarlett Johansson, quien, si bien es una actriz impecable, lejos de empatizar con la encantadora fisonomía de la Monroe, me recuerda, más bien, a un besugo recién sacado del horno. La Monroe, en fin, hay muertos que siempre son noticia y, a falta de otras noticias, siempre hay un muerto que llevarse a la boca –con perdón–. A veces, las páginas de actualidad vienen tan cargadas de muertos que se diría que, en este mundo, hay más muertos que vivos. Menos mal que ahí está Urdangarín para demostrar lo contrario; más vivo no se puede ser.

Si pasas de página, te encuentras con el propio Franco, otro difunto que nunca se acaba de morir y ahora a pique de salir de su tumba en el Valle de los Caídos como en una novela de Vizcaíno Casas. Parecía que la solución a nuestros males era sacar a Zapatero del Gobierno y ahora resulta que la solución era sacar a Franco de su tumba o eliminar su nombre de las calles. Cuando, después de chiquicientos años de democracia, el problema sigue siendo Franco, es que tenemos un serio problema. Y este último 20–N nos retrotrae a aquel otro remoto 20–N, al casillero de partida, como en el juego de la oca. Queríamos proyectos de futuro y nos encontramos con un proyecto de pasado; mismamente, de ultratumba. Aquí huele a muerto.