La población española sitúa a la justicia entre los peores servicios públicos del Estado. Más del 60% considera que la justicia está anticuada y además que funciona mal o muy mal. Incluso, y esto sí que es grave y preocupante, el 51% de los ciudadanos duda de la independencia e imparcialidad de los jueces y tribunales.

Los ciudadanos se quejan cada vez más del trato burocrático y deshumanizado que reciben en los juzgados. Se quejan de la falta de puntualidad de las actuaciones judiciales, de la ausencia de información de las suspensiones de los juicios, del horario de atención al público, de la falta de identificación de los funcionarios, del impago de las indemnizaciones a víctimas y testigos, de la convivencia previa al juicio entre víctimas y acusados, de la reiteración de citaciones y desplazamientos innecesarios… Concluyen diciendo que en muchos juzgados, reciben trato de súbditos, no de ciudadanos.

La mala imagen de la justicia es una constante que se incrementa con el paso del tiempo, a pesar de las reformas legislativas efectuadas y al incremento del esfuerzo presupuestario (de 68 euros por habitante en 2006 se pasó a 86,30 en 2008).

Es evidente, pues, que el sistema judicial está sumido en una profunda crisis y que, además, existe un importante divorcio entre justicia y sociedad española.

Las causas que nos han llevado a tal situación son bien conocidas. Unas son de naturaleza técnica derivadas de una deficiente organización administrativa y de falta de medios personales y materiales. Otras consecuencias de modelos procesales diseñados para otras épocas que nada tienen que ver con el mundo actual. Y otras, acaso la más importante, de carácter político o lo que es lo mismo, en lo que ha venido en llamarse «politización de la justicia». Los partidos políticos contribuyen al desprestigio del servicio público de la justicia en los nombramientos judiciales que utilizan de forma interesada en detrimento de los criterios de mérito y capacidad. Pero aún resulta más hiriente su contribución al desprestigio de la justicia cuando les afectan casos de corrupción. Entonces valoran lo justo o lo injusto en función de sus propios intereses, sin importarle incluso llegar a la deslegitimación del propio Estado de Derecho, lo que obviamente refuerza el escepticismo de los ciudadanos respecto de la justicia.

No obstante todo ello, hay otra causa que no se puede obviar por su importancia y trascendencia. Se trata de nuestros jueces y de su deficiente formación. El juez es la parte sustancial en la creación del derecho y de ahí que el mero conocimiento de las leyes e incluso su estricta aplicación no deben ser los únicos valores del buen juez. Los valores superiores constitucionales -la justicia, la libertad, la igualdad, el pluralismo y la dignidad humana- inspiran y están por encima de cualquier lectura literal de la norma jurídica. El buen juez ha de tener una acusada sensibilidad social y no debe perder nunca ni el sentido común ni la realidad histórica y muchos menos la exigencia de integración en la ley, que ha de aplicar al caso concreto, de los derechos humanos y de los valores y principios democráticos.

El estado de derecho requiere que los jueces sean independientes y puedan tomar sus decisiones con autonomía y sin coacciones, pero también de forma responsable y en consecuencia no deben desviar los resultados que obtengan o consigan por razones políticas, religiosas morales o filosóficas.

Hora es ya de una justicia rápida, ágil y eficaz al servicio directo e inmediato de los ciudadanos y de una justicia penal centrada en las víctimas de los delitos.

[Antonio Morales Lázaro es Exfiscal jefe provincial de Málaga y presidente provincial Cruz Roja Española]