El rock ya no tiene roll y el pop es popó. Las nuevas estrellas del rock y el pop son ahora los políticos. Piénsenlo: ¿Les gustaría leer una biografía sobre cómo Adele lleva toda su vida luchando para eliminar sus lorzas, o las historias de un director general de Trabajo y su chófer que se gastaban 25.000 euros al mes del erario público en coca y fiestas a tutiplén? Yo leería el libro de los segundos, está claro. Porque, además, el tándem formado por el político, Francisco Javier Guerrero, y su conductor, Juan Francisco Trujillo, trasciende el mítico Jagger & Richards y supone algo más nuestro; entronca con esa españolidad de Don Quijote y Sancho Panza, Rinconete y Cortadillo, Plinio y Lotario, cualquier pareja de la Guardia Civil, Pajares y Esteso... En fin, dúos dinámicos e imposibles, personas que «aliviaban sus miserias en compañía» [Don Quijote], en un mundo tan burlón y bizarro como ellos, que parecíamos haber olvidado en tiempos dictados por asépticos aparatos de Apple y ropa hecha en franquicias mundiales.

Hablamos de dos (supuestos) pícaros que se tomaron muy en serio el no tan lejano lema de la Junta: «Andalucía, imparable». Parece que ellos lo llevaron a la práctica. Y siguen en la cosa, porque son unos cachondos mentales; extractos de la declaración de Guerrero ante el tribunal: «¿Coca? Yo sólo consumía Coca-Cola», «A mí sólo me gustan los cigarrillos Marlboro y el gintonic de Beefeater de postre». Éstos eran capaces hasta de animar a Santos Trinidad, el policía extraviado de No habrá paz para los malvados, durante cualquiera de sus noches tristes en un puticlub de extrarradio. Así somos en Andalucía: imparables. Y espléndidos: le invitarían, seguro. Porque a dadivosos no nos gana nadie: aseguran que el exdirector de Trabajo de la Junta obsequiaba a su compadre ropa, antigüedades... ¡Y hasta un piano! De cola. De coca. Somos arte en Andalucía, claro.

Francisco Javier Guerrero lleva unos días en la cárcel. Fácilmente me lo puedo imaginar encontrándose en el patio, durante el paseo matutino para estirar las piernas, con el camello que, supuestamente, le surtía a él y a su «Sancho Trujillo»; el «dealer» le diría:

–¿Cómo usted por aquí, don Francisco Javier? –los camellos siempre les hablan de usted a la gente importante que va con chaqueta.

Y le respondería el político:

–La senda de la virtud es muy estrecha y el camino del vicio, ancho y espacioso.

El camello miraría a Guerrero con la complicidad que siempre sienten en el gremio hacia los clientes a los que se les ha acabado el crédito de la buena vida. Y se despediría: «Cuando vea a Juanfran, salúdele de mi parte. Qué tío más cachondo». El político bajaría la mirada, dibujaría una sonrisa nostálgica y resumiría: «Qué tiempos, chico, qué tiempos».