La cultura también es política. Está claro. Pero en esta época, la cultura política sólo entiende de economía de guerra. Lo primero que amputan a la sociedad con numerosas heridas es lo único que no tiene signos de gangrena. Hace tiempo que la educación se mantiene en la UVI con respiración asistida; que la sanidad padece estrés y depresión severa; que los servicios sociales consumen altas cantidades de placebos; que la economía sufre un agresivo cáncer con metástasis. Sólo el turismo y el deporte tienen una mala salud de hierro. El primero por la constante inyección de vitaminas de dinero público y el segundo porque en lo privado cuenta con una asistencia digna. En cambio, la cultura había engordado. Pero no por los carbohidratos de una seria oferta de calidad, necesarios para la función psicológica del ciudadano. Tampoco por las proteínas, imprescindibles para el crecimiento y buen desarrollo del organismo social. La causa se debía a la cantidad de triglicéridos grasos inyectados por las ocurrencias, intereses, despropósitos y escaso bagaje de tantos políticos a los que colocan en cultura, en lugar del puesto para el que están dotados, por cuotas de gobierno y otras razones. No es de extrañar, por tanto, que hayan proliferado espacios, programas y museos sin un serio criterio de contenidos ni que desdeñen a creadores y gestores profesionales. También es cierto que hay políticos que consideran necesario destinar recursos a su fomento, con exigencias de excelencia y transversalidad. Aún así, no existe a nivel nacional, andaluz ni local, un auténtico plan director. La cultura se financia, se programa y se escenifica casi a salto de mata, sin distinguir entre gemas, automóviles, negocios particulares, dudosas coartadas de modernidad, sectarismos, apuestas por crear equipamientos en nuevas zonas sociales, aficionados y artistas de reconocimiento.

Ahora, la crisis mete la tijera a fondo y la precariedad afecta a compañías de teatro sin giras contratadas, a orquestas institucionales, a salas expositivas, a galerías privadas, a museos, centros de arte, a festivales escénicos, a las lecturas literarias, a las celebraciones de efemérides. Quiénes recortan culpan al derroche y a la excesiva dependencia de lo público, a la inexistencia de una sociedad cultural que demande el mantenimiento de las ofertas, pero no admiten que en este país apenas existe una verdadera industria cultural y que, en gran parte, la política es culpable de la escisión entre ciudadanos y consumidores. No sólo en materia cultural, es evidente. La alternativa que ofrecen, sobre todo los que provienen de la corriente conservadora que mira al pasado para coger impulso y que en su mayoría considera la cultura incómoda por su independencia y ser poco dada a la sumisión ideológica, porque activa y extiende el pensamiento crítico, porque reivindica ser un bien básico que hay que proteger, es fiar su futuro a la generosidad de la economía privada. ¿Cómo van las cajas y los bancos que están al límite y enrocados en sus miedos a perder ganancias invertir en cultura? Tampoco es factible que lo hagan las empresas, cuya cultura es el abaratamiento del despido. ¿Tenemos entonces que conformarnos con la degradación de la oferta, con la mediocridad de la cultura tuists tan en boga, con el folklorismo y las propuestas frikis? No es de extrañar que exista desánimo, inquietud y que circulen manifiestos gremiales reclamando un compromiso político que estará por ver después de las elecciones.

Habrá que explorar nuevas fórmulas que permitan hacer más con menos; insistir en que la cultura es una marca de prestigio que enriquece la identidad social y la proyecta fuera de sus fronteras; que buscar una cultura concertada. De hecho, no existirá una seria política cultural pública sin un trabajo serio con serias políticas educativas públicas. Igualmente será necesario elaborar y consensuar una convincente Ley de Mecenazgo que estimule al dinero privado, sin que ello suponga agrandar los recortes del dinero público. Si la política no hace caso estará desactivando los valores que representan la libertad, el pensamiento, la tolerancia, el progreso. Esperemos que recuerden, como afirmó Edouard Herrior en los años treinta, que la cultura es lo que queda cuando se ha olvidado todo.