En un largo artículo publicado en el City Journal, Peter Sloterdijk se refiere al Estado moderno como a un gran Leviatán, un monstruo gigantesco que ha sucumbido al poder adictivo del endeudamiento. «Esta metamorfosis -constata el filósofo alemán- se ha originado sobre todo gracias al brutal incremento de la base de contribuyentes, en especial con la generalización del impuesto sobre la renta. Este impuesto no es ni más ni menos que el equivalente funcional de la expropiación socialista». Sloterdijk, casi por deformación, tiende siempre a llevar sus argumentos al extremo, como si quisiera dinamitar cualquier tipo de idea preconcebida. Creo que acierta a menudo. En el imaginario colectivo, el mito de Robin Hood nos propone la legitimidad de atentar contra la riqueza injustamente atesorada, pero sospecho que la semejanza con las democracias modernas no pasa de ser anecdótica.

En nuestro mundo, el acoso fiscal no se dirige contra los oligarcas, sino contra los ciudadanos productivos, básicamente representados por la clase media, ya sea un ingeniero, un médico, un periodista, un bibliotecario o un editor. De hecho, cuando analizamos las causas del descalabro económico español a menudo obviamos el peso de los impuestos como freno al desarrollo. ¿Para qué trabajar más si la mayor parte de nuestro esfuerzo va a la Hacienda Pública? ¿Son los políticos mejores gestores de recursos que nosotros? ¿Cuáles? ¿Los del PP o los del PSOE? No hablemos de aeropuertos vacíos ni de trenes clausurados, de televisiones autonómicas ni de los subsidios a tutiplén, de jubilaciones generosas a banqueros y congresistas ni de las fosas sépticas de las cajas de ahorro. No hablemos, sobre todo, de una forma de entender la política generosa con los ciudadanos de hoy a costa de los votantes del mañana, que ya veremos cómo se apañan con la maltrecha herencia. Aunque el efecto, curiosamente, ni siquiera ha sido beneficioso para la sociedad de nuestros días.

No de un modo claro, quiero decir, salvando las honrosas excepciones de la socialdemocracia escandinava, cuya relación con la eficiencia es obvia. Pagamos a cambio de algo, pero ese algo no puede ni debe ir contra el futuro y mucho menos contra el fortalecimiento de la clase media. Pensemos en un ejemplo: la vivienda en propiedad, atizada fiscalmente hasta el punto de convertirse en un artículo de lujo. Obligados por la ley a entregarle al fisco más de la mitad de nuestros ingresos, entre IRPF, IVA, Seguridad Social, IBI, tasas, seguros e impuestos de todo tipo, uno se pregunta cómo nos sostenemos. O planteado en otros términos: ¿de qué forma pueden las familias acumular el ahorro suficiente para abrirse paso y prosperar con los años? ¿Y no son las clases medias -como nos enseña la historia- el fundamento último de la estabilidad democrática?

Ahora se nos habla de la necesidad de privatizar el Estado por razones de eficiencia. Tengo mis dudas, entre otras cosas porque la deslegitimación de lo público me parece un mito tan pernicioso como el que defiende la socialización plena de la economía. Y no deja de ser paradójico que se nos quieran vender las bondades de la gestión privada, cuando llevamos décadas descapitalizando a los españoles. Por supuesto, la protección social y la calidad de las instituciones son factores indudables de progreso, exactamente igual que el fortalecimiento de la clase media. No concibo una cosa sin la otra. Y eso implica también equilibrar las cuentas del Estado, hacerlas sostenibles y proteger al contribuyente de la rapacidad infatigable de los políticos.