La pregunta básica del periodismo es «¿quién lo dice?», formulada con actitud desafiante y orgullosa porque el discente siempre representa al poder. En realidad, se trata del interrogante elemental del ser humano, trasladado a la prensa porque los ciudadanos están demasiado ocupados para cuestionarse de continuo los mensajes equívocos que reciben. Este mandato se traiciona cuando se acepta a pies juntillas el pronunciamiento de la plaga de expertos, y se prostituye al otorgar una vitola de independencia a empleados del sector bursátil -o bancario- que se pronuncian sobre el futuro de la Bolsa -o de la banca-.

El monstruoso ridículo de los informes policiales sobre los niños cordobeses desaparecidos no sólo cuestiona el apelativo de «científico», parapeto que suele envolver a las grandes mentiras. Interpela asimismo a los periodistas crédulos, que han abdicado del «quién lo dice». La calificación de Policía Científica sólo significa que dispone de más medios para equivocarse, y de esa matriz emergió el informe sobre el ácido bórico, donde una vez más se postergó el «quién lo dice» a un magnífico titular.

Frente a los disfraces científicos, la desconfianza es el camino más seguro hacia la verdad, y la luz del sol actúa como el mejor desinfectante. La duda es la misión esencial del periodismo, tan descuidada cuando los medios pecan de un narcisismo directamente proporcional a su influencia. No depositan la fe en la verdad, sino en que su verdad no podrá ser rebatida. El melodramatismo ha anulado el bullshit detector que los manuales sajones atribuyen al periodista, y que se traduce en el repiqueteo constante del interrogante «¿por qué me está engañando este imbécil?» En cambio, los discípulos de aquellos maestros cometemos el crimen de someter a una presión indecente a personas privadas, víctimas o culpables. Algún día habrá que explicar por qué la anciana del Ecce homo es más acosada que Rodrigo Rato, pese a que la restauración del cuadro financiero a cargo del segundo ha cursado con consecuencias catastróficas. Y por supuesto, el siempre impertinente «¿quién lo dice?» debe empezar por este artículo científico y por su autor.