Al magistrado Santiago Pedraz se le está juzgando por sus declaraciones en la polémica sentencia que absuelve a los activistas del 25-S de la acusación de conspirar contra el Parlamento y las instituciones del Estado. El juez podría haberse ahorrado en su enjuiciamiento las palabras con las que pretende defender la libertad de expresión ante «la decadencia de la clase política», aunque esto último sea en la actualidad un hecho evidente bastante más que subjetivo. Prueba de ello son, por ejemplo, los improcedentes ataques del portavoz adjunto del Grupo Popular, calificando a Pedraz de «pijo ácrata» e «indecente».

Por lo demás, el magistrado de la Audiencia se basa en que fue la propia delegada del Gobierno quien autorizó la manifestación y en que no había por parte de los manifestantes intención de ocupar la Cámara. Los diputados, se desprende de lo acontecido, desempeñaron con normalidad su cometido parlamentario aunque puede que algo agobiados por la algarada en los alrededores del Congreso. Esto último no lo dice el juez, aunque cabe suponerlo.

Probablemente el enfado de la «decadente clase política», puestas sean las palabras en su contexto adecuado, provenga no sólo de la extralimitación de un juez de la Audiencia al que le gustan demasiado los focos, sino más bien de la constatación por parte de otro poder de que el tumulto de la calle no significa por ahora un ataque a la soberanía nacional. Precisamente cuando es el Gobierno quien habla de delimitar la protesta callejera convendría tener claro cuándo la turba invade la legitimidad de los representantes elegidos por el pueblo soberano, para no tener que estar bailando continuamente en una cuerda floja.

Ahora ha sido un magistrado figurón el que ha desfigurado con extralimitaciones su opinión técnica sobre lo que es o no delito de conspiración contra las instituciones del Estado. Y un representante de la clase política el que se ha extralimitado verbalmente al juzgar al juez utilizando adjetivos propios de los sans-culottes acusados y absueltos de sedición. Se impone algo más de juicio.