En otras circunstancias alguien hablaría de un ejercicio de arrogancia. Si la Constitución fuera una persona se habría arrojado por la ventana, quizá junto a dos o tres padres de la patria y el vellón gastado de una barba fundacional. Al igual que los goles de Falçao o la enseñanza con fondos y con calefacción, el marco legal de España se ha vuelto de pago. Uno se imagina a los artículos tradicionalmente más sociales e importantes escondidos en los pliegues de las páginas, madurando su barriga mientras se dedican, como viejos hidalgos , al juego de las apariencias. «Yo antes era un principio de protección, ahora soy una sombra», dirían. Con las nuevas dádivas de Rajoy, ya no sólo el derecho a la vivienda y al trabajo adquiere la dimensión protocolaria de un discurso de catequesis, sino también el acceso efectivo a la justicia. A un iluminado, de esos que campean entre las huestes de la política, se le ocurre que con el asunto de las tasas el Estado está perdiendo dinero y decide arbitrariamente endilgarle a la tropa un nuevo impuesto de 800 euros. ¿Por qué? Porque sí. La medida, como otras tantas precedentes, no parece muy efectiva para remendar la economía del país, pero sí para su consecuencia subsidiaria, la marginación de miles de personas. Una vez más el Gobierno interpreta el desconcierto financiero como un síndrome que únicamente se cura a golpe de reforma, aunque éstas generen más quebranto del que inicialmente reparan. De nuevo, la Constitución se estrecha y salen de su abrigo las clases medias, ese invento decimonónico que empezó a crecer en el siglo pasado y que ahora amenaza con menguar hasta límites no previstos por la propia estructura de supervivencia de la administración.

El sistema se traga a sus hijos. Como si no fuera bastante con los desatinos de la economía, las soluciones propuestas por los gobiernos nacionales y autonómicos no hacen más que precipitar a las familias a un abismo alejado de todo lo que supone la esencia del funcionamiento colectivo: los servicios, el consumo, la reciprocidad. Con apuestas como la subida de las tasas judiciales, la administración no sólo contribuye a hacer la vida más complicada, sino también a fabricar forajidos, personas fuera de la ley. Poco a poco España se encamina hacia la anomia, con una Constitución que si bien existe se va desprendiendo en la práctica de muchas de sus hojas elementales. La crisis y sus gestores no sólo desplazan a personas; también a los derechos. Y, además, sin que eso desemboque en un escándalo, al menos que se vea envuelto en la guerra de desgaste de las banderas o la distribución del carnero nacional. De la Constitución gruesa e inamovible y con apariencia de Biblia a otra más fina y puramente literaria. De todo este tiempo también se recordará el orden de prioridades que marcaron los políticos con sus soflamas y amaneramientos. Y luego vendrá el 6 de diciembre. Quizá por pay per view.