A estas fiestas, las principales del año, las defino como las de las dos caras: una de ellas, la que ves, y, la otra, la que guardamos en nuestro corazón. Seamos sinceros, ¿quién no recuerda, al sentarse en la mesa más bonita del año, a los que no pueden estar y a los que no quieren estar?

Por ellos nos vestimos de nuevo, sonreímos, cantamos y lloramos por dentro. Y hacemos votos para que el próximo año estemos de nuevo junto a todos los seres queridos y para que los niños nos sigan haciendo reír. Yo les prometo olvidar a la innombrable hasta el día siete de enero.

Pero, si en el fragor de la celebración, llega un chiquitillo y nos vuelca un vaso de agua sobre el asado, debemos pensar: «Ha merecido la pena el disgusto porque, aunque el asado esté totalmente desgraciado, nos hemos reído un montón».

Esta mañana, he visto pasar delante de casa a muchos niños vestidos de pastorcillos que se dirigían a sus colegios. Uno me ha llamado la atención: llevaba entre sus manitas un objeto muy singular: un rifle de plástico que era más grande que él. Y he pensado -cosas de abuelas- en aquel otro, menos niño, que se entretuvo, hace unos días, en eliminar a su madre y a casi todos sus compañeros de clase.

Seguro que cuando iba a la guardería ya llevaría entre sus manos una ametralladora de plástico. Señores, señoras, ¡con lo bonito y lo sano que resulta regalar un libro! Aunque también debemos ser cautos a la hora de elegir la obra, porque, hasta Caperucita Roja o Los tres cerditos pueden ponernos, en algún momento de sus tramas, los vellos de punta. Felices y pacíficas fiestas navideñas a todos. O a casi todos.