Las cofradías nunca han tenido una época de calma chicha. Si no es por tensiones externas, siempre han sabido buscarse sus propios problemas. Es inevitable. En todo lugar donde coincidan dos personas, hay un conflicto potencial latente y dispuesto a salir. Llámese cofradía, partido político, ONG, pareja de mus o cola del mercado. Las personas somos así. Es la condición humana. No podemos exigir a las cofradías que sean puras, que nunca tengan problemas internos, que no haya enfrentamientos internos. Lo que sí podemos, y debemos exigir, es que la solución sea rápida y no se monten venganzas sicilianas, en las que se condena a una generación tras otra por una cuestión personal.

Todos estamos expuestos a las pasiones humanas. La diferencia es la actitud que tomemos. Saber rectificar, perdonar o el simple gesto de tratar un problema con tranquilidad pueden marcar la diferencia entre las cofradías y cualquier otra entidad. El hecho de ser entidades religiosas le exige un paso más, un ejemplo más, ante la sociedad y los propios integrantes que permita marcar la diferencia cuando hay un problema. Algo que no siempre -casi nunca- se consigue. Estamos en un mundo donde la imagen es fundamental. Las nuevas tecnologías difunden cualquier hecho hasta el infinito, lo recuerdan sin miedo al olvido y lo magnifican una y otra vez. La comunicación es mayor y la exigencia es mayor.

En las últimas semanas se acrecienta el rumor de las aguas revueltas en más de una hermandad. Algunos temas se judicializan, otros van camino de la ruptura interna en la próxima elección que se celebre, cuando no se ha producido ya. El peor problema es el exceso de soberbia, que hace creer a más de uno que es el dueño y señor de los pensamientos y vidas de los hermanos, reduciéndolos a marionetas de su voluntad. Si no, aplican castigos ejemplares.

Quien lea esto sabrá de lo que hablo. No de una cofradía concreta, ni de dos, sino de actitudes presentes en muchos momentos de vida cofrade. Lo triste no es que se produzca, sino la incapacidad para rectificar fruto de la mediocridad de quien se deja llevar por la soberbia como única forma de actuación. Escuchar y pensar suelen ser dos buenas medicinas. Lástima que en las cofradías haya tantos sordos y pocos mudos.