El Parlamento de Andalucía ha puesto en marcha esta legislatura un grupo de trabajo sobre «Banca pública», del que formo parte. Ya han empezado las comparecencias, que incluyen a los agentes sociales, responsables del sector financiero, reputados especialistas y profesores y catedráticos universitarios. Se trata de una buena oportunidad para debatir con serenidad sobre las herramientas financieras necesarias para volver a estimular la economía, en un escenario europeo y nacional de reconversión del sector, de concentración bancaria, de ausencia de crédito y, según hemos visto la semana pasada, de confiscación del ahorro privado para salvar las cuentas públicas.

Cuando hablas con algún representante más o menos informado de la derecha económica y social sobre el concepto de «banca pública», reacciona como si acabaras de profanar el panteón de Hayek. Y si lo haces con algún representante de la caverna, entonces su expresión te coloca directamente en el papel de aquel personaje de la novela de Boris Vian, escupiendo sobre la tumba de Milton Friedman o, lo que es aún más grave, sobre la de su esposa, que en paz descanse. La ortodoxia financiera se ha instalado y atornillado en los rígidos hipotálamos del pensamiento económico conservador, de manera que ni la austeridad, ni la contracción de la demanda, ni la inexistencia de crédito ni la profunda recesión económica, laboral y humana que soportamos son contemplados como problemas de profundas repercusiones, sino que son condiciones necesarias para cumplir el dogma de fe de contención del déficit público.

Sin embargo, hay un creciente número de documentos serios y de investigaciones rigurosas que avalan la necesidad de disponer de mecanismos como el que se está debatiendo en el Parlamento de Andalucía. El último de ellos, un ensayo del Institute for Public Policy Research, titulado Beyond big banks and big governments (Más allá de los grandes bancos y los grandes gobiernos), que reivindica la creación y existencia de entidades financieras de ámbito local o regional capaces de atraer inversiones y dinamizar el crédito en sus respectivas áreas territoriales.

Si, además, las obligaciones de control de la deuda y el déficit van a obligar a rediseñar las herramientas clásicas y tan criticadas de promoción económica -como las subvenciones directas a empresas- y a sustituirlas por otras medidas como los préstamos y créditos reembolsables, la idea de una banca pública, sea cual sea la forma que acabe tomando, no suena nada descabellada. Aunque hay gente a la que todo le suena descabellado, especialmente todo lo que cuestione una forma de hacer las cosas que, en este momento, sólo está consiguiendo el sufrimiento de miles de familias y el ascenso de partidos políticos antisistema.