Corren vientos a mi juicio extraviados sobre el futuro de la edición literaria, en el mundo y en España. Francamente pienso que es en este país, en la España de Carlos Barral y de Mario Muchnik, por citar dos patrones clásicos de este oficio, donde más tópicos se establecen acerca del futuro de la figura del editor. Una de las figuraciones que se hacen de su papel en la sociedad cultural es que, en efecto, podría llegar un día en que ya no sea necesario el editor como vigía de los textos de los escritores.

Ese disparate no tendrá lugar, tengo esa certeza, pero se esgrime como una de las artes, o artimañas, que se está utilizando para convocar a la gente, a los lectores y a los escritores, al aquelarre del final del libro tal como lo hemos conocido. Es una falacia muy bien controlada y muy bien orquestada. Tiene su base en la ignorancia de lo que significa la figura del editor en el proceso de creación de la cultura literaria y, más aún, tiene como objetivo extender esa ignorancia a quienes creen, de buena fe, que los libros son exactamente iguales cuando salen de las manos o de la mente del escritor que cuando llegan al público que los lee.

Está sucediendo, pues, que se da por sentado que está al caer un nuevo fenómeno, la autoedición, que consiste en que los propios autores publican sus libros sin que por medio haya esa subrogación profesional al criterio de los editores. El editor, además de publicar el libro, y ponerle su sello, que es algo distintivo, esencial, para llegar al lector con la impronta de una colección o de un nombre que lo distinga de otras procedencias, es quien orienta al escritor en sus momentos de vacilación. Y no sólo eso: lo orienta para que publique y también para que no publique, para que no se exceda o para que se exceda. Lo orienta para que sea mejor escritor, para potenciarlo, no para controlarlo; para ayudar a que sea lo que quiere ser. El resultado de esa función es mejor cuanto más anónima sea; el editor trabaja para que sobresalga el escritor, no para que sobresalga él mismo. Las tentaciones de los editores de ponerse delante de los autores acaba siempre en fracaso, porque la función del editor es la del confesor, no la del publicista.

La edición sin editores es una aventura arriesgada de la que ahora se habla porque estamos en un periodo de la vida cultural en el que la crisis lo ampara todo. La crisis ampara la idea común de que se van a acabar las librerías, como resultado final de la catástrofe que se anuncia cada día a cuatro o cinco columnas en los medios impresos y también en los medios digitales y, por supuesto, en las redes sociales. No hay un periodista que hable del futuro del libro que no coloque la palabra muerte al lado de la palabra libro. Y los actores principales de este festival son aquellos que simulan preocupación por ese futuro que están asociando precisamente con el final de la cultura escrita. Por ese hueco de la escalera hacia la nada se ha colado la idea de que la autoedición es el futuro y de que el editor no sólo ha de cerrar las puertas sino que ha de desaparecer por completo. Es común ahora escuchar que eso será así y ello resultará incontrovertible. Los mismos que lo dicen y lo alientan son los que luego reflejan, en sus comentarios o en sus críticas, que unos libros u otros están descuidadamente editados; a estos les sobran páginas, a los otros les faltan, etcétera. Como si la tarea de impedir esos desperfectos no estuviera claramente en manos del editor, y esas son las manos que dan por finalizado un libro después de que el autor estimara que ya lo había terminado.

Es curiosa la vida en general, y es muy curiosa la vida de los libros. Pensaba en estas cuestiones y las hablaba, antes de presentar esta misma tarde de viernes, en la Librería La Central de Madrid, con Pepe Ribas, el hombre que fundó Ajoblanco y que ahora ha escrito una sensacional novela, Encuentro en Berlín (Destino), cuando topé en una de las estanterías con un libro de recopilaciones de textos de Peter Handke, Lento en la sombra (Eterna Cadencia). Lo abrí y busqué el índice; ya había escrito el principio de este texto, y por tanto ya lo había titulado. Y encontré que Handke titula una de sus evocaciones (en este caso poética e irónica a la vez) Al editor se lo necesita. No reproduciré todo lo que dice, con su ironía de acero, pero trasladaré aquí algunas líneas: «El editor le transmite al autor cuán único es, el autor. Aunque único es sólo él, el editor. (€) Puede (valiente) estar entusiasmado y (pueril) estar herido. Y ante todo puede leer. Al editor se lo necesita». Compré el libro, claro; hay en él suculentos perfiles de algunos editores (como Sigfried Unseld, por ejemplo, que tanto problema tuvo con Thomas Berhanrd), y hay reseñas y confesiones. El editor que lo recopiló, para la editorial que lo publica en español, tuvo que hacer una pesquisa, un esfuerzo, tuvo en cuenta al lector, y tuvo en cuenta al editor. Sin el editor este libro no hubiera existido o sería de cualquier otra manera. Sí, al editor se lo necesita. Y no, no va a ser sumergido por la ola de la autoedición. Igual que el libro no desaparecerá, el editor estará ahí siempre. Se lo necesita, que diría Handke.