Una portada de la revista Rolling Stone levantó una tormenta en EEUU, al ofrecer una versión romántica del presunto asesino del maratón de Boston. Descrito como «un popular y prometedor estudiante», Dzhokhar Tsarnaev recibía un tratamiento de ídolo del pop, difícil de reconciliar con la pretensión de un país sumido en el dolor. Se asistía en realidad a la conjunción de dos hipocresías, la sobrevaloración del atentado terrorista que implicaba un encumbramiento simétrico de sus autores. El principio de Arquímedes de la información fluida dicta que toda exageración desaloja un volumen idéntico de hipérbole en sentido contrario.

El pasado mes de mayo, el asesinato a machetazos de un soldado en Londres ocasionó una polvareda semejante, en torno a la glorificación de los presuntos asesinos gracias a la difusión masiva de sus imágenes. Margaret Thatcher había aprovechado una conferencia en EEUU durante los años ochenta para acuñar la expresión «el oxígeno de la publicidad», y exigir que se privara de su suministro a los terroristas. La dama de hierro apelaba solapadamente a la autocensura mediática, pero en el siglo XXI no hay publicidad negativa, cualquier impacto puede reciclarse y favorecer al criminal. Los más abyectos condenados a muerte reciben peticiones histéricas de matrimonio, mientras se multiplican las amenazas contra gobernantes democráticos. De ahí la dificultad y la conveniencia de ceñirse a la información exhaustiva y comprometida. «Crujiente», en el hallazgo de Ben Bradlee en el Washington Post. La hemeroteca demuestra que la prensa española multiplicaba con ETA la cobertura dedicada por los flemáticos periódicos británicos al IRA. Puede ser una coincidencia que la liquidación de la banda etarra se haya simultaneado con un acusado descenso en su protagonismo mediático. De hecho, Al Qaeda arrincona a ETA con mayor eficacia que los planteamientos políticos y policiales. La sensibilidad se ha recrudecido con la cancelación de la doctrina Parot. Bajo el pretexto de una crítica a la sentencia de Estrasburgo, la sociedad española se arriesga a convertir en una celebridad a una asesina múltiple. En la circularidad inescapable, este artículo no escapa al vicio que comenta, aunque tomará la precaución de no nombrar a una condenada a más de tres mil años de cárcel.

En contra de las lógicas quejas de las víctimas, ningún país asolado por el terrorismo lo interioriza como España. La prensa ha multiplicado esta semana las imágenes de la etarra liberada, una insistencia que obliga a plantearse en qué momento se abandona la información para remitirse a una fijación de cariz psicológico, a la fascinación por la terrorista. Los límites propuestos por Thatcher son nocivos, pero es inevitable que la proliferación de imágenes acabe por reforzar la estampa de la asesina. Desde el punto de vista imagológico, más potente que el ideológico, el rostro agraciado de la criminal estimula su difusión mediática, que se ajusta por tanto a códigos estéticos. La prensa no limpia, arrasa como un huracán. A menudo, la caricatura se ajusta mejor a la realidad que la información sin matices.

Curiosamente, Estrasburgo ha sentenciado que España ha alcanzado la etapa de la superación de ETA, por lo que no precisa de prótesis del estilo de la doctrina Parot. Hasta 16 jueces han coincidido en la victoria de un país sobre el terrorismo. El empecinamiento en comportarse «como si» la banda asesina siguiera vigente concuerda seguramente con la tradicional reciedumbre española, pero no por ello se ajusta mejor a los hechos. Los sucesivos Gobiernos cometieron errores tan lamentables como la interpelación a los terroristas, implantando de hecho un diálogo entre ambos. «El presidente exige a los terroristas...» señala una incongruencia todavía por corregir, y contribuye a la glorificación de los miserables. De hecho, sería inadmisible que los gobernantes se dirigieran a un narcotraficante.

ETA se ha rendido a la evidencia, y el país que soportó su castigo debe cuidar de no transformar su victoria en una derrota. La violencia se sustanció en víctimas con derechos a respetar escrupulosamente, pero se cebó en la convivencia del país entero. Thatcher consideraba peligroso oxigenar al terrorismo cuando está vivo. El riesgo crece cuando se quiere aportarle oxígeno al cadáver del terror, un síntoma del miedo a adentrarse en la realidad sin ETA. A propósito, Rolling Stone dobló sus ventas con su portada del terrorista glamouroso.