Uno de cada tres niños españoles está en riesgo de pobreza o de exclusión social, dice la estadística con su frialdad de número, con esa lejanía que tiene siempre todo lo que lleva detrás el símbolo del porcentaje. Habría que mirar a cada uno de esos niños a los ojos, buscarlos por las calles, por los colegios, por los parques donde quizás jueguen sin haber merendado. Buscarlos uno a uno y saber sus nombres, el mote que tienen en la escuela, cuál es su equipo favorito y de qué color es su pijama. Buscar a esos niños no para darles el euro que por cada uno de ellos quiere recaudar «Save the children», sino para darles lo que se merecen, aquello a lo que tienen derecho, una infancia digna, sin privaciones, sin penurias. La infancia es la única patria del hombre, dice la muy repetida frase de Rilke, pero lo que no puede ser es la patria del hambre. Uno tiene derecho a renegar de cualquier patria si solamente le ofrece miseria, pero es imposible renegar de la infancia, de ese tiempo en que el mundo se construye ante nuestros ojos.

En mi colegio no había niños ricos. La mayoría éramos de clase media, pero había algunos que tenían menos, que en los días fríos venían sólo con una rebequita de lana y en vez de unos «gorilas» unos «tenis» baratos, de lona muy finita. A veces no traían bocadillo para el recreo, pero esos días siempre había algún compañero que partía el suyo: Esa es la hermosa, humana etimología de la palabra «compañero», con quien se comparte el pan.

Y mientras uno de cada tres niños españoles camina por la delicada frontera de la pobreza y la exclusión, Bruselas, una ciudad que hizo de un niño rollizo su símbolo universal, pide que sigamos con las reformas, que no nos aflojen el cinturón. La banca se ha salvado, que es lo que contaba, y para mantenerla sana habrá que seguir presionando sobre los mismos. Más flexibilidad en el mercado laboral, menos déficit público o, lo que es lo mismo, más para ellos, menos para nosotros.

Será que desde Bruselas no se alcanza a ver los patios de los colegios, donde uno de cada tres niños es posible que no lleve en la cartera algo para desayunar, y esté al albur de la solidaria complicidad de algún compañero que sepa su nombre y cuál es su equipo favorito, alguien que, con la generosidad que siempre hay en la inocencia, le dé la mitad de su bollycao.