No vi Operación Palace, el falso documental de Jordi Évole del que todo el mundo -incluidos los que realmente no lo vieron, como un servidor- ha estado hablando esta semana. En realidad, no veo nada de lo que hace este hombre, porque me parece un periodismo de fácil digestión: a veces ofrece información interesante, necesaria, pero la conduce hacia un mensaje populista según el cual las responsabilidades de nuestras enfermedades jamás las tiene la ciudadanía; Évole termina haciendo el periodismo incómodo más cómodo de todos: el que sirve de desahogo para las masas -las que siguen a pie juntillas eslóganes coreables como «no hay pan para tanto chorizo»-, a las que exime de culpa en los desmanes y las tropelías. El periodismo incómodo no es perseguir micrófono en mano a un señor enchaquetado rodeado de guardaespaldas; a mi entender, el periodismo incómodo es el que nos interpela, nos plantea preguntas a las claras y nos hace revisar nuestros comportamientos... Porque exigir sólo a los demás alta catadura moral es cosa de patio de vecinos. Al final, el que antes se hacía llamar El Follonero es lo mejor que les ha podido pasar a los políticos en los últimos años: gracias a él, buena parte de la sociedad que podría exigir cambios de otra manera prefiere sentarse cada domingo a indignarse y mosquearse con los datos que brinda Salvados. Y luego a la cama. Y al día siguiente, comienzo de semana, borrón y cuenta nueva...

Pero vamos a lo que vamos. A Operación Palace. Para algunos, este hombre ha hecho historia de la televisión al ficcionar un episodio de nuestra historia reciente, al, digamos, perderle el miedo a jugar con la hasta ahora sacrosanta Transición; para otros, Évole no le ha perdido el miedo sino el respeto a un hecho trascendental en la configuración de nuestro Estado. Ni unos ni otros: a los primeros les diría que no hay que remontarse a la emisión radiofónica de La guerra de los mundos de Orson Welles ni a su F is For Fake -los referentes omnipresentes en los comentarios de estos días: qué pereza intelectual-; por ejemplo, hace catorce años Fernando Marías y Juan Bas hicieron lo propio -¡y en TVE!- con Páginas ocultas de la historia, una serie de falsos documentales que, un poner, le inventaron otra muerte a Federico García Lorca. A los segundos, a los que dicen que jugar con algo es reírse de ello, les trataría de convencer de que la cosa es justo al revés: lo más ridículo es lo que se nos aparece como más circunspecto. Si se quiere analizar en su profundidad cualquier hecho han de agotarse sus posibilidades económicas. Es así.

Pero tampoco seamos pacatos, y nos quedemos con la noción de que Jordi Évole ha sido atrevido. Lo verdaderamente atrevido habría sido plantear un programa similar pero con, por ejemplo, los atentados del 11-M. Si se supone, según los defensores de la estrategia de Évole -incluido el nuevo gurú in the making David Trueba-, que el humor es necesario para abordar todo... ¿Se imaginan? Eso sería algo de humor de altas miras, del que pica y escuece. ¿O quizás algo con la historia de ETA? En mi opinión, entonces, sólo entonces España habrá alcanzado la edad adulta como país y democracia. Porque, sin haberlo visto, ojo, lo de Operación Palace me parece a mí un añadido a una de nuestras grandes especialidades en el catálogo del humor español: el de hacer chistes inofensivos con militares y guardias civiles creyéndonos que así nos rebelamos contra la autoridad. Al final, lo importante de todo, saber de una puñetera vez qué ocurrió en aquella fecha crucial para nuestra historia como el 23F, nadie lo ha contado jamás. Y mientras sigamos haciendo chistes, parece que nadie lo hará.