Este artículo trabaja sobre el relato común del caso de la falsa denuncia de violación que presentó una muchacha contra varios chicos durante la feria de Málaga y maneja las intenciones y comportamientos que se han usado para explicarlo. La joven practicó sexo consentido y simultáneo con los mozos pero no las imágenes que uno de ellos tomó con su teléfono móvil o temió que su destino final fueran las redes sociales donde -es de suponer- se rompería la dimensión de su fantasía consumada. Arreglar un error con otro no siempre da resultado. La denuncia expuso a los varones a la más alta reprobación social -un peldaño por debajo de la pederastia- para la que se reclama y practica «tolerancia cero» a diario por los más poderosos medios de difusión. Aclarado lo lícito de su comportamiento, ellos han llevado a la muchacha a los tribunales por los perjuicios de la falsa denuncia. Aunque la estupidez puede parecerse a la maldad y ser peor en sus consecuencias, la chica merecería beneficiarse de una «tolerancia uno», ya que la sangre no llegó al río.

Queda sin juzgar socialmente lo que desencadena el conflicto: que no se reprueben la toma de imágenes íntimas y su difusión sin consentimiento. No sólo no se recrimina sino que el difusor «mola» y su víctima es «un pringao». También queda sin juzgar lo que desencadena el peligro: que una denuncia por violación sea, en la práctica, una condena social por violación.

Son riesgos de los tránsitos. Venimos de la impunidad de muchas violaciones socialmente consentidas y vamos hacia una devaluación de la imagen personal que favorece la tecnología más apreciada. Pero al igual que en las mudanzas, en las que siempre se pierde y se rompe algo, sufrir uno de estos episodios de tránsito puede machacar la vida, única y mucho más corta que los movimientos de la sociedad. Por eso hay que mirar los detalles con esa atención que le sienta tan mal a la intolerancia.