Miserables

El arzobispo de Toledo ha llamado «miserables» a quienes acusan a los dos misioneros de haber propalado el Ébola en España. Aunque es obvio que lo hicieron, aunque fuera sin querer, no seré yo quien condene a quienes, a las puertas de la muerte, quizá tenían incluso perturbado su juicio. Lo primero que hay que hacer, como denuncia el hermano de la enfermera infectada, es saber quién fue el irresponsable del Gobierno que autorizó traerlos, a sabiendas de su estado desesperado, de la falta de medicamentos e incluso del peligro de contagio por los enormes fallos de infraestructura sanitaria que el mismo Gobierno ha provocado; pero ese miserable de verdad, como se podía suponer, es también un cobarde, y aún no ha dado la cara.

También se esconden en cobarde silencio quienes presionaron al Gobierno para gastar hasta medio millón de euros en ayudar a una persona, cuando no ha dado ni un céntimos por otros españoles en situaciones en que el coste era muy inferior, las probabilidades de salvación eran ciertas, y el peligro de contagio nulo; como en el reciente caso del espeleólogo accidentado en el Amazonas. Son miembros de una organización que, pensando sólo en sus administradores y en su maltrecho prestigio, sigue exigiendo unos odiosos privilegios a costa del dinero y hasta la vida de los demás, contra la doctrina de su fundador, que predicó el amor al prójimo. Por eso, y por mucho más, como más de cinco de cada seis españoles, según cifras del CIS, acuso y condeno a esos perfectos fariseos que, para defenderse -y en claro lapsus freudiano-, nos acusan de ser como ellos: miserables.

Martín Sagrera. Mijas