El peligro del conocido efecto boomerang es que nunca sabes cómo va a volver lo que has lanzado, y creo sin temor a equivocarme que mañana padeceremos un claro ejemplo de ello. Cuando los druidas celtas consagraron la noche del 31 de octubre al Samhain para la realización de ritos paganos y exaltación del oscurantismo pocos podían imaginar que, previa aquiescencia de demasiados ilusos, su milenaria tradición extendida por casi toda Europa cruzaría el charco hasta el nuevo continente para convertirse en un monumento a lo hortera que volvería al cabo de los siglos mutado en forma de calabaza mellada y como excusa para disfrazarse de bruja calentorra o de Frankenstein ebrio y salido.

Para los que vivimos en cualquier punto de la Costa del Sol el suplicio se eleva a la enésima potencia dado que, para bien o para mal, estamos rodeados de foráneos que alaban con fruición el gusto por tamaño despropósito de fiesta y cumplen encantados año tras año con lo que le dijo El Gallo a Ortega y Gasset: «Hay gente pa tó.»

Es llegar finales de septiembre, ver los escaparates de las tiendas llenos de telarañas o calaveras y me entra una mala leche de aquí te espero. Un mes entero dedicado por las grandes superficies a meternos por los ojos un esperpento deplorable, treinta días para convertirte en un antisocial si no acabas maquillado como una geisha daltónica, embadurnado en sangre falsa o evitando en vano hacer el ridículo al intentar tomarte un chupito ataviado con la dentadura de Drácula.

Al respecto he de reconocer que si algo saben hacer los americanos es venderse, y Halloween no iba a ser menos. Resulta que un país que estaba en pañales en 1787, cuando España ya había desvirgado unas cuantas colonias, ha venido a enseñarnos que su versión folclórica y desnaturalizada del respeto a los muertos es más autentica que ninguna otra. De fuera vendrán que de casa te echarán, como si nuestro imaginario colectivo no tuviera monstruos más terroríficos que los suyos. Ya me gustaría ver qué harían los vampiros de Crepúsculo frente a los antiguos consejeros de Bankia, a Saruman en un mano a mano con un responsable de los ERE, a Freddy Krueger batido en duelo con Urdangarin o al Hombre Lobo retándose con un concejal de urbanismo. A quién más experto en mordidas y zarpazos.

Entiéndanme cuando defiendo lo nuestro y no se me confunda con el proselitismo etnológico y paleto de Canal Sur, un canal público que basa casi la totalidad de su programación en mostrar lo fantásticos que somos los andaluces como si no existiera población alguna más al norte de la tierra de los hombres de luz. De hecho, si este Halloween algún lector quiere matarme de miedo le basta y le sobra con maniatarme a una silla y obligarme a ver los mejores momentos de Juan y Medio o Se llama copla. Por caridad ruego que no sean los dos al mismo tiempo o mucho me temo que las maniobras de reanimación serán prácticamente inútiles.

Sería ingenuo pensar que lo nuestro es siempre lo mejor pretendiendo con ello impermeabilizarnos de todo lo bueno que los demás tienen que ofrecer. Resultaría umbilical, retrógrado y patriotero creer que no nos queda nada por aprender, pero mientras no reivindiquemos nuestra historia poniendo en valor la cultura que nos ha hecho ser lo que somos, mientras nuestra altura de miras llegue hasta un techo construido por quién no nos respeta, y mientras nuestra apuesta de futuro tenga que cruzar el filtro de esa estupidez llamada Marca España seguirán convenciéndonos de que la hamburguesa es más antigua que el pescaíto frito.

Y para colmo reaparece Ian Gibson para decirnos quiénes somos y hacia dónde vamos. Tenemos lo que nos merecemos.

P.D.- Cariño, llévame el disfraz de Blesa a la tintorería, que el año pasado un guiri vestido de Gremlin me tiró una copa encima.