A los políticos, como al Neruda menos interesante, también les gustan los que callan, no porque estén «como ausentes», sino porque pueden adueñarse de su silencio y convertirlos en sus incondicionales. ¿Cómo pueden ser los que callan al mismo tiempo partidarios de la independencia de Cataluña (versión Mas) y claramente contrarios a ella (versión Rajoy)?

El silencio, que según dejó dicho mi adorado Rafael Pérez Estrada es «cómplice del poeta», en su versión más espuria es «cómplice del político», y ahí adquiere una cara fea y sucia que no me gusta nada. Sí, es cierto que nuestro errático refranero sentencia que «quien calla otorga», pero en casos como este no sabemos si atorga a los unos o a los otros, aunque ambos se lo apropien.

Alguien podría pensar, y tendría el mismo valor, que quienes en la consulta-referéndum-sondeo del 9 de noviembre se quedaron en casa, nada menos que dos terceras partes de la población catalana, es decir, dos de cada tres, ni estaba a favor ni en contra de la independencia, simplemente no le interesaba el asunto, le daba igual o, tal vez, tenía cosas mejores que hacer y en qué pensar que en la dichosa segregación. Por hastío también se guarda silencio, pero esto a los políticos no les conviene tenerlo en consideración.

Si tan seguro está nuestro casi siempre silente presidente Rajoy de que, mayoritariamente, los habitantes de Cataluña no son partidarios de la independencia, no sé cómo no convoca él mismo un referéndum con todas las garantías y acaba de una vez con el asunto. Su morosa manera de hacer las cosas a veces es exasperante. Llevamos dando vueltas al asunto catalán más tiempo del que merece y, al final, para enterarnos de que a la inmensa mayoría no le interesa tanto como para ir a poner un voto en la urna siquiera sea porque le dejen en paz de una puñetera vez.

Hay actitudes difíciles de entender. Hacer callar al pesadísimo Mas debe ser un placer inenarrable del que muchos no se privarían a poco que pudieran y, sin embargo, con la oportunidad tan a la mano (si es que el presidente se cree sus propios argumentos), la desperdicia y permite que el «president» siga dando vueltas a un asunto que ya aburre tanto.

En este país donde todo parece estar ahí para que alguien lo robe, algunos son capaces de robar hasta el silencio. Dice el viejo proverbio que «uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras», pero eso debió ser en un tiempo distinto, en una época en que las palabras valían algo y los silencios se respetaban.