U na de las falacias que hizo célebre en sus tiempos el gran sofista Butanito, fue aquella de que lo más honrado que había en el fútbol eran los futbolistas. Era en contraposición a los directivos, a los que ponía a caer de un burro, con sus soflamas inquisitoriales, entonces como hora, muy aclamadas por la afición. Recuerdo, como si fuera ahora, el sucio montaje televisivo que urdió entorno a Pablo, Pablito, Pablete, como él lo popularizó. Aquello fue de vergüenza ajena, pero García no se apeó del burro y siguió poniendo a parir a los dirigentes, al tiempo que les daba jabón a los futbolistas. Eran estos quienes le largaban todos los secretos de los vestuarios con los que montaba sus calenturientas tramas y alardeaba de sus grandes exclusivas. Puro trueque mafioso. Ahora, el profeta radiofónico de las madrugadas, intenta hacer lo mismo, pero no siempre la jugada le sale bien. García era un maestro en esas argucias. Este de ahora es un simple aprendiz.

Tan prolijo exordio viene a cuenta de la querella presentada por el fiscal anticorrupción que acusa a un grupo de futbolistas de amañar el partido Levante-Zaragoza, correspondiente a la última jornada de la Liga 2010-2011. Aquel choque acabó con derrota blaugrana, que evitó el descenso del Zaragoza. Jamás en España, la jurisdicción ordinaria había llegado tan lejos en la investigación de una presunta compra-venta de un partido.

Y, sobre todo, las sospechas que tradicionalmente solían recaer sobre dirigentes y técnicos, ahora han pillado de lleno a un grupo de jugadores, alguno internacional en ejercicio con La Roja. Lo que hasta hoy eran simples indicios„algunos, más que racionales„ han pasado a convertirse en síntomas, sobre todo si nos atenemos a la tradición que arrastran los encausados y las circunstancias que confluyen en el caso.

El run-run del que vienen precedidos algunos de los implicados, no es su mejor aval. Al contrario, más bien parece que aunque acabe pagando algún justo por un pecador, el olor a podrido que desprendían los últimos finales de temporada, con reiterada presencia de ciertos clubes y determinados protagonistas, no procede, precisamente de Dinamarca, sino de barrios mucho más próximos. Era una comidilla que cada año se repetía en las postrimerías del curso. Sólo faltaba desenmascarar las sospechas para convertirlas en evidencias. El fútbol español precisaba de un tratamiento terapéutico. No sólo por su propia salud, sino también para salvar la honorabilidad de quienes osaron denunciar estos escándalos. Principalmente de aquellos periodistas que fueron zarandeados moralmente y amenazados, con algo más que palabras, por sobreponer su ética a la conveniencia de los clubes y a esa estúpida obligación de apoyarlos hasta la muerte. O hasta delinquir.