Conforme se ha ido ahondando la crisis, se ha extendido, como una pandemia, el resetismo, que aspira a reiniciarlo todo tocando un botón. El resetista más benigno es el individual, que comenzó a disponer de un cuerpo de doctrina en los libros de instrucciones para reinventarse. No hacen daño a nadie, y verlos exultantes una temporada beneficia a su entorno, aunque las recaídas siempre sean latosas. El resetismo colectivo, y el político, ya plantean mayores problemas. No es porque quieran desmontar todo para volver a montarlo (una movida en las estructuras hace buena falta), ni porque tracen una de esas rayas divisorias tan ingenuas entre el pasado de los otros y el futuro de ellos (alguna vez lo hemos hecho todos), ni porque impriman recetas viejas en papel nuevo (todas las modas hacen algo parecido). El problema está en que la resaca de las grandes esperanzas es fuente de amargura.