Las horas de luz solar comienzan a estirarse, todavía con exasperante lentitud. Pronto llegará la primavera, y se percibe la llamada de la sangre: junto a otras especies hibernantes, el arboricida que cada malagueño lleva dentro despierta de su letargo. Por estas fechas, el malagueño contempla con indignación el desafiante desparpajo con el que las yemas asoman en la punta de las ramas de los árboles existentes en su calle, y vuelca su ira en las redes sociales y en las cartas al director de la prensa local, bramando: «¡Hay que podar los árboles!». El malagueño, ese personaje que se lamenta de la escasez de zonas verdes en su barrio para, acto seguido, mirar con odio a través de la ventana al maligno ser que extiende su ramaje más allá del cristal, y que le roba luz y vistas. (Ese mismo malagueño bajará después su persiana de plástico, con el fin de salvaguardar su intimidad de la escrutadora vigilancia de sus vecinos).

Los servicios municipales recogerán diligentemente el clamor ciudadano y procederán con firmeza. Los mismos que hace años plantaron en la vía pública un pequeño ficus -con vocación de gigante como sus antecesores de la Alameda Principal- jibarizarán ahora su copa, reduciéndola a un exiguo sólido capaz; éste estará limitado lateralmente por la trayectoria del autobús de la EMT y, en su plano superior, por el campo visual del inquilino del primer piso. En Málaga, el arbolado urbano que mejor prospera es el plantado en rotondas de tráfico y medianas, es decir, el situado a mayor distancia del lugar donde más necesario es: las aceras. En un futuro próximo, tras décadas de tormento y de cruel modelado a serruchazos, el experto certificará la no viabilidad del ejemplar y su sacrificio inminente. Málaga, ciudad del paraíso.

*Luis Ruiz Padrón es arquitecto