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A media voz

Mesa

Usamos mesas para comer, para escribir, para dibujar, para hacer cuentas, para jugar a las cartas, para tomar un café, para conversar, para ordenar papeles. Las mesas, serviciales y democráticas, se plantan con sus cuatro patas (las hay de más y de menos patas, pero la mayoría tienen cuatro, cifra mágica que comparten con los puntos cardinales) frente a nosotros y se quedan quietas, a nuestra disposición, dominando el difícil arte de la estabilidad. No tienen prejuicios sociales, raciales, éticos o religiosos: a ellas les da iguales si somos príncipes o mendigos, negros o blancos, buenos o malos, cristianos o musulmanes. Tampoco, a pesar de ser materia en estado puro, un pedazo de madera o de metal o de plástico, se paran a juzgar nuestros anhelos de inmaterialidad, nuestras ganas de dibujarle un alma a todo lo que nos rodea. A las mesas les da igual lo que seamos, incluso que seamos o no seamos, que nos proclamemos habitantes de pleno derecho del verbo ser. De hecho, están ahí de un modo tan rotundo y tan eficaz que, por comparación, nuestro ser y nuestro estar parecen juegos menores de la existencia, maneras torpes de existir.

Las mesas lo soportan casi todo. Hasta terremotos y bombas, ya que, como se sabe y se suele aconsejar, es debajo de ellas donde hay que refugiarse cuando acontecen unos y caen otras. Su legendaria amistad con la gravedad y la resistencia las hace poco vulnerables al paso del tiempo y al desplome de los techos. Algunas acaban, sí, astilladas en vertederos, quemadas en fogatas, cojas tras una demolición, desmontadas durante una mudanza, pero incluso en esos casos no producen la impresión de ser víctimas de nada ni de nadie sino centro del cuadro o circunstancia que las contiene. Astilladas, quemadas, cojas o desmontadas siguen irradiando vida, repartiendo ganas de vivir y de convivir, dándole sentido al mundo.

Más que el prestigioso invento de la rueda, que tantos defensores tiene, el invento de la mesa (y el de sus hermanas las sillas, claro) ha sido uno de los más revolucionarios de la historia. Antes se hacía todo a ras de suelo (sigue haciéndose, por cierto, en muchos lugares y por muchas razones) y, en consecuencia, terminaba participando de las virtudes del suelo: pensamientos sin vuelo, espalda encorvada, sumisión a lo bajo, terror a las cambios de humor de la madre Tierra. Al poner, milenios después, la mesa unos pocos centímetros entre nosotros y el suelo nos permitió liberarnos de todas esas cosas y alzarnos sobre nosotros mismos, entablar un diálogo con el padre Cielo, desarrollar técnicas de pensamiento (la poesía, la filosofía), socializar sin estridencias con los diferentes, privilegiar la delicadeza (necesaria para que no caigan las copas de cristal, por ejemplo) frente a la rudeza y animalidad de antaño. La mesa nos humanizó. Ya ven para lo que sirven, bien usados, medio metro, un metro, ese poco de espacio que las mesas ponen entre nosotros y lo de abajo. No para renegar de la madre Tierra ni para entregarnos sin criterio a los designios del padre Cielo, sino para hallar ese justo medio entre una y otro que predican todas las mesas.

Estamos rodeados de mesas que usamos sin hacer caso, casi sin mirar siquiera. Mesas de trabajo, mesas de comedor, mesas camillas, mesas de té, mesas de restaurante, mesas de camping, mesas de ordenador, mesas de juego, mesas de billar. Haríamos bien en pararnos a sentirlas, a pensarlas desde su corazón, a interrogarles sobre los misterios del universo. Porque no hablan pero lo saben todo. Absolutamente todo.

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