Cuenta la Biblia que los filisteos eran incultos, brutos y agresivos, vecinos peligrosos y molestos de los hebreos que eran más finos y de una civilización desarrollada. Un recuerdo histórico que se impone aplicable a nuestra Europa. Veamos de qué modo.

La cultura política la llevaron al Este de Europa los normandos, varegos, aprovechando el curso del río Volga. Les enseñaron a los pueblos del Rus los principios de la organización política y administrativa.

La de los Rus era la población de los territorios entre los mares del norte de Europa y el Cáucaso, y los mares Negro y Caspio en el sur, así como entre los montes Urales y los pueblos de Europa Central de este a oeste. Eran pueblos de cultura occidental. Incluso una de las repúblicas de aquella zona, Novgorod el Grande, pertenecía a la federación hanseática alemana de los puertos del Báltico.

Ocurrió que en los siglos XII y XIII la parte sur-oriental de aquella zona fue conquistada por Gengis Khan y durante dos siglos fue gobernada con mano de hierro, según las costumbres mongoles del «despotismo asiático».

Al desmoronarse aquel imperio, quedó, entre otras, la guarnición militar destinada a controlar Moscú y sus alrededores. Una vez libre del mando mongol, esta unidad militar se adueñó del lugar y se dedicó a ensanchar lo que consideraba sus dominios. Así llegó a formarse el estado moscovita, gobernado por zares a modo asiático.

Al sur de Moscú se extendía el vasto estado ruso con capital en Kiev. En aquellos tiempos, las incursiones militares eran una costumbre y los saqueos de las capitales, una especie de industria del enriquecimiento. Así Kiev se hizo con muchos tesoros de Constantinopla, incluidos los emblemas y los símbolos de coronación de los emperadores bizantinos.

Cuando los zares conquistaron Kiev, todos esos archivos fueron llevados a Moscú y dieron pie a que la política exterior de los zares adoptara el lema: «Moscú es la tercera Roma y no habrá una cuarta». Roma era sinónimo de imperio universal y Bizancio era considerada la segunda Roma. Conquistado Kiev, aquel estado tomó el nombre de Rusia e hizo que los ucranianos modernos dijeran a veces: «Los moscovitas nos robaron todo, incluso el nombre», y era cierto, porque el nombre de ucranianos es de origen y semántica polacos.

Rusia seguía la tradición moscovita, apropiándose de territorios y conquistando uno a uno los estados limítrofes, con un siglo XIX especialmente fructífero con la incorporación al imperio ruso de toda Siberia, de los países bálticos y la mayor parte de Polonia, entre otros.

No obstante, la población rusa era de cultura occidental, europea y, por lo tanto, sufría la opresión de su gobierno, con episodios tales como la rebelión de los «decembristas». El lema de cierto levantamiento polaco contra Rusia era «Por nuestra libertad y la vuestra», documentado en los estandartes polacos conquistados por los ejércitos rusos y que se conservan en Kremlin.

Al principio del siglo XX el descontento del pueblo facilitó la revolución bolchevique, pero la Unión Soviética, salida de aquella revolución, retomó la organización policial zarista, rebautizándola como NKVD y luego como KGB, hasta que su desmoronamiento y desmembramiento, conocido como «la caída del muro de Berlín», permitió, por primera vez en la historia de Rusia, que tomaran el poder gobernantes salidos de las entrañas del pueblo: Yeltsin y Gorbachov. Por primera vez Rusia se organizó en una democracia de modelo occidental, pero no llegó a liquidar y democratizar a la KGB, y un coronel de aquella siniestra organización, mediante intrigas y gran constancia, se hizo con un poder dictatorial de hecho.

Así que hoy las fuerzas armadas rusas son los filisteos de Europa y Putin hace de Goliat en Ucrania, mientras que Occidente espera a un David que le corte la cabeza.