En ese compendio de gestos a ratos opaco y en otros retadoramente circense con el que PP ha despeñado en los últimos años buena parte de su viejo crédito electoral, se alza un discurso que, por sus excesos, constituye una especie de relevación y que, visto una década después, parece portar la semilla decadente del principio del fin. Lo pergeñó, como casi todo en el partido, José María Aznar, en 2003, cuando para coronar su charlotada indecente con la guerra de Irak no se le ocurrió otra cosa que ridiculizar a los manifestantes que habían salido en masa a la calle para pedir que España se envainara su grotesco ánimo bélico y regresara, como mínimo, a la neutralidad. Aznar miró a cámara, con esa retórica tan suya de falso entogado que consulta un albarán, y habló, entre risas, de «ocho o nueve que estaban allí haciendo ruido con banderas», inaugurando, con su displicencia, una tradición de soberbia interna y externa que ha llevado al partido a no enterarse de nada y, ya más recientemente, y con las andaluzas, a pegarse un tiro en el pie. Los populares empezaron por la jactancia, arrogándose hasta la idea de España y mostrando un desprecio y una indiferencia descomunal hacia todo lo que no fuera la cómoda e inveterada alternancia con el PSOE. Primero fue el 15M, al que consideraron poco menos que una reyerta faltona montada por cuatro desocupados con ganas de beber. Después, incluso, Podemos, que a muchos cargos del partido les sigue pareciendo una idea bárbara e ilegítima, de las que a veces son propulsadas por el pueblo en su sonrojante inmadurez. Nada para el PP, en este viaje sin escrúpulos hacia la autocomplacencia, merece un mínimo de consideración. Ni siquiera Ciudadanos, a los que Floriano acusa de ser catalanes, una condición, que, si le dejaran, dentro de poco estaría tipificada en el Código Penal. Envalentonados, pagados de sí mismos y puede que de otros, al ritmo de la pandereta de campaña, el PP destroza sus opciones echando por tierra la única alianza que le podía aupar en el poder. Y sembrando, de paso, el descontento entre sus votantes, que ven en el partido de Rivera la posibilidad de seguir siendo de derechas dejando atrás el tufo ganadero y teócrata de muchos miembros de la familia popular. Bonilla debe estar mirando los rieles del AVE, rezando para que en Madrid se confundan, como Pedro Sánchez en Nueva York, y no vengan a ayudarle nunca más.