Tengo un amigo que avala a Nietzsche. Sí, hay razón en la locura. Mi amigo es un tío peculiar: un día, tras una larga conversación sobre su preocupación -estaba harto de nunca tener razón ante el mundo mundial-, decidió pasar un tiempo hablando solo consigo. Transcurrido casi un mes lo tuvo claro: la solución pasaba por divorciarse de sí mismo. Obviamente, ningún juzgado aceptó su demanda, así que se tomó su tiempo y se dedicó a negociar con sus adentros... Finalmente, se separó de sí mismo por vía amistosa. Un gran trabajo. Ahora tengo dos amigos que nunca se echan de menos entre sí, relajados, felices, y asistidos por la razón la mayoría de las veces. Lo lamentable -para mí en este caso-, es que no puedo departir con ambos al mismo tiempo, pero uno a uno son un impagable manantial de sabiduría.

De este amigo siempre aprendo. Por ejemplo, en esta época de verbosidad de atril partidario que vivimos, en la que media humanidad tratamos de catequizar a la otra media -y viceversa-, he aprendido que cada vez somos más los que llamamos razón al mero ejercicio de buscar argumentos que justifiquen nuestra conducta -la habida y la por haber-. Y que la razón con mayúsculas -que nada tiene que ver con la razón absoluta, si es que existe- es otra cosa; dos cosas, más bien, según mi amigo...

También he aprendido que los humanillos nos distinguimos del resto de los animalillos por nuestra cualidad racional; y que no siempre nos asiste la razón, ni la de la locura siquiera. Ahí rompemos el hechizo. Diríase que, para algunos, raciocinar es un verbo ignoto y, cuando no, un verbo mal conjugado y deslucido con intención torticera. La historia está llena de episodios que demuestran cómo la razón mata y cómo la razón muere a manos de la sinrazón embozada. ¡La ilusión vende más que la razón...!, decían nuestros mayores. Qué razón tenían y cómo hay quien se aprovecha...

Contaba García Márquez que la peor forma de extrañar a alguien es estar sentado a su lado sabiendo que nunca podrás tenerlo. Aunque él lo decía en el sentido sentimental y amoroso, cuando en estos días de alharacas mitineras veo a tantos con los ojos entornados para que la razón no los ciegue, y pugnando por la razón a codazos, Gabo comparece con su inmensa luz. ¡Cuántos nos pasamos la vida sentados al lado de la razón y nunca la abrazamos porque pensamos que nuestro objetivo está más allá de la razón...! ¡Qué jodido es aprender mal, tú...! ¡Qué penosa es la cosa, Hinojosa...!

Nuestro turismo también viene siendo víctima de la razón de la sinrazón. Los turísticos, a lo largo de nuestra historia, hemos sido precursores y visionarios, pero demasiadas veces el exceso de ímpetu nos pasó de frenada. Cuentan que, en una conferencia, mientras defendía con ahínco su Teoría de la Relatividad General, Einstein contestó acaloradamente a su interpelante que sin chocar contra la razón la humanidad nunca avanzaría. No seré yo quien contradiga al genio, Dios me libre, pero una cosa es la razón universal de Einstein y otra el control de la frenada en el zigzagueantemente técnico circuito turístico.

De cada crisis -también de esta- hemos salido fortalecidos en cantidad de oferta, en edad, en sabiduría y en experiencia, pero no en razón. Casi cada vez hemos pretendido ir más allá de lo razonable, que va contra la naturaleza de los proyectos que se pretenden sostenibles. Resultado: demasiados huevos en la misma cesta; demasiado rato al pairo de la científica fórmula de la huida hacia adelante; demasiados carros delante de los bueyes...

Si persistimos en pervivir con los ojos entornados, eccolo qua, perderemos la vista. No basta con congratularnos porque los mercados despierten, o porque el número de estancias y el gasto turístico medio crezcan, por ejemplo. Hay aspectos sobre los que nunca tendremos ninguna capacidad de control sostenible. Lo responsable, en esencia, es recalcular el rumbo; y ocuparnos con ahínco de lo único que podemos controlar, el producto; y redefinirnos turísticamente para salir del batiburrillo inconcluso al que la marea nos mueve; y saber qué podemos ser, y serlo; y apostar por nuestra identidad, que es nuestro atributo menos copiable...

Más allá de la razón no hay nada que haga de nuestro proyecto un proyecto sostenible... Lo prometo.