Agitar demasiado cerca de alguien y más de la cuenta el incensario produce irritación en los ojos, ahogo, tos e incluso una arcada. En su justa medida, en cambio, la mágica humareda que provoca el incienso aporta al rito una niebla de historia, se difuminan los contornos, las sombras se vuelven corpóreas y los cuerpos sombras del polvo que son, que serán. No más que polvo, si, mas polvo enamorado, que diría Garcilaso.

Amo la Semana Santa. Vivo enamorado de su magia y su truco de rito e incensario, de su puesta en escena de teatro de calle y procesión por dentro. El Martes Santo tuve la oportunidad de volver a sentirlo desde su vientre. Fui Jonás en el estómago de una ballena que expulsara agua bendita, incienso y aire de Málaga por el orificio respiratorio (espiráculo, se llama en zoología a lo que es en realidad su orificio nasal, aunque esté sobre su cabeza o su espalda) Lo viví acogido en el vientre de la malagueña iglesia de San Juan, cuya tremenda y sólida estampa de templo antiguo, más ancestral que histórico, tanto me atrae desde chico. La oportunidad me la dieron a partes iguales la invaluable generosidad de la Fundación Cudeca (Cuidados del Cáncer), de la que soy inmerecido embajador, y la aceptación de la cofradía de Fusionadas y de una de sus advocaciones, la Virgen de Lágrimas y Favores.

Hacía mucho que no asistía a una misa completa y me dio para mucho reflexionar. Los lugares de oración, en cualquier religión y rincón del mundo, siempre me han proporcionado una invitación para una momentánea parada y fonda espiritual. Me extrañó que no se rezara el Padre Nuestro -cosas del Vaticano, supongo-, porque siempre me pareció el momento cumbre de la eucaristía católica. Recibí la fe de mis padres de una manera serena, tradicional, lógica, sin aspavientos ni extremos en el cumplimiento de los preceptos. Descubrí de la mano de mi padre la Semana Santa. Primero la Pollinica con sus hojas de palma y la Cena con su tropel de figuras a la mesa el Domingo de Ramos (qué pena de cambio de día en la memoria y la plasticidad didáctica para el niño que fui). El Lunes Santo era el Cautivo de manos atadas, túnica blanca y la promesa de mi madre. El Rocío y la calle de la Victoria donde tuve mi primera novia, también Rocío, fueron el Martes Santo. La grandiosidad de la Paloma y los paracas de Ánimas y Ciegos me ataron al Miércoles. Mi padre esperando la Esperanza después de ver a esos héroes llamados legionarios fue mi primer recuerdo de Jueves Santo. La marcha fúnebre y esa figura adivinada desde el abajo infantil sobre el indescifrable catafalco del Sepulcro significaron mi Viernes Santo.

Desde entonces han pasado muchas vidas en una. He recorrido planetas en éste. He perdido la fe recibida para conectar con una necesidad espiritual más inabarcable. Y en ese respeto ando y sigo buscando a Dios en mí y en los demás. Me duelen sus defectos. Me ahogo y sueño con su incienso. Amo la Semana Santa. Y doy gracias.