Un ejemplo del siniestro poder del pasado, del predominio estético y emocional (horrendo a veces) que tiene la historia transcurrida sobre la que vivimos, es el filme La dama de oro, que mezcla escenas del espanto de la persecución de los judíos en una Viena hitleriana con las del tiempo más o menos actual en el que discurre la trama (real) de la recuperación de una obra de arte robada por los nazis. Puesto que el director de esas dos partes entreveradas, una en blanco y negro y otra en color, es el mismo, sorprende que su deslumbrante talento para representar el pasado se apague a la hora de contar, de forma un tanto roma, el tiempo actual. ¿Habría que pensar en que la atracción del pasado, aunque sea tenebroso, cargue a la vez de intensidad el ojo del director y el del espectador? En tal caso surgiría la sospecha de que las temibles venganzas de la historia vengan de ahí.