Las administraciones públicas recuerdan en demasiadas ocasiones a los escribas y fariseos evangélicos, aquellos sobre quienes nos advertían eso de «haced lo que dicen pero no lo que hacen, porque ellos no hacen lo que dicen». La máxima bíblica, a modo casi de trabalenguas, resulta por desgracia aplicable a tantos comportamientos políticos que darían para añadir un nuevo libro al canon. Esta semana, por ejemplo, se nos ha vuelto a recordar por partida doble que nuestras administraciones siguen saltándose a la torera los plazos de la Ley de Morosidad, esa misma que condena con recargos y embargos a cualquier particular o empresa que ose quebrantarla. Por un lado, la patronal malagueña CEM denuncia que más del 70% de los ayuntamientos de la provincia incumplen el plazo máximo de 30 días que establece la ley para pagar a sus proveedores, manteniendo además una deuda de más 100 millones de euros con el sector privado. Por otro, los constructores andaluces de Ceacop han reprochado a la Junta de Andalucía que lleve desde principios de año sin pagar ninguna de sus certificaciones de obra, con un débito añadido de 25 millones de euros con las empresas que realizan la conservación de carretera. El doble rasero resulta aún más flagrante por cuanto son precisamente los encargados de velar por el cumplimiento de las normativas los primeros en ningunearlas, evocando en cierta forma aquella otra frase del poeta romano Juvenal: «¿Quién vigila a los vigilantes?». Bueno, lo que es vigilar, lo hace el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas, que cada cierto tiempo saca un informe estadístico sobre el plazo medio de pago de las administraciones donde suele destacar a aquellos organismos cumplidores. También se pusieron en marcha los famosos planes de pago a proveedores, que por lo menos redujeron en parte la monstruosa deuda que llegó a acumular el sector público con las empresas malagueñas (de 500 millones que había en 2012 se ha bajado a 200). Sin embargo, nada de eso será suficiente si la Administración sigue gozando de prebendas frente al autónomo o el empresario, que ante sufriendo una morosidad de este tipo se juega su supervivencia. Actualmente, el acreedor de un institución pública no tiene más salida que el recurso administrativo y la vía de los tribunales, un proceso tan arduo y farragoso que parece más una penitencia que una solución. En realidad, bastaría con algo tan básico como que nuestros gobernantes se ajustaran a la Ley, pero eso, como dice el Evangelio, sólo queda al alcance de los justos. Y de esos, ay, parece que no sobran en ningún sitio.