Se creará un mercado de ochocientos millones de consumidores, se nos repite con machaconería desde los poderosos medios a su disposición, que no son pocos, para justificar la negociación acelerada del Tratado de Libre Comercio e Inversiones entre Estados Unidos y la Unión Europea.

Se nos explica la necesidad de acordar normas y estándares comunes de producción tanto industrial como agrícola entre las dos orillas del Atlántico, que luego obligarán a otros Estados y que permitirán a europeos y norteamericanos competir mejor con otros grandes bloques comerciales como el asiático.

Se eliminarán, señalan sus propagandistas, los aranceles que aún quedan y sobre todo se suprimirán otros obstáculos no arancelarios al libre comercio y a la libertad de establecimiento de las empresas, a las que se garantizará además el máximo nivel de seguridad jurídica.

Todo suena a música celestial en un planeta de supuestos recursos ilimitados. El consumidor, se nos dice, se verá beneficiado por el abaratamiento de los productos tanto agrícolas como industriales.

Pero en el fondo se trata, entre otras cosas, de dar vía libre al tipo de agricultura y ganadería industrial y a métodos tan polémicos como el engordamiento del ganado con hormonas, su cruel hacinamiento en fábricas de animales, o de vencer la oposición de millones de europeos a los cultivos de transgénicos.

Como es sabido,a este lado del Atlántico nos regimos, al menos en teoría, por el llamado principio de precaución, que significa que no se autoriza una substancia o un procedimiento mientras no se demuestre su inocuidad para el consumidor mientras que en Estados Unidos el proceso es inverso: hay que demostrar científicamente su carácter nocivo para prohibirlo.

Ello explica las resistencias de los europeos a los organismos genéticamente manipulados o su insistencia en la trazabilidad de ese tipo de substancias en los alimentos, en todo lo cual Washington ven sólo obstáculos injustificados al libre comercio.

Se trata en cualquier caso, argumentan los críticos, de buscar el mínimo común denominador en beneficio de las multinacionales para abaratar costes, lo que permitirá a su vez presionar a la baja los salarios mientras aumentan los beneficios de las empresas .

Éstas son las más interesadas en el acuerdo, por el que llevan cabildeando desde hace años a través del llamado Diálogo Transatlántico, poderoso grupo de presión empresarial de europeos y norteamericanos.

Los numerosos cabilderos de las multinacionales han tenido desde el primer momento fácil acceso a las negociaciones entre Bruselas y Washington, algo que se ha negado a las ONG representantes de los consumidores, que sólo últimamente han conseguido que se hiciera algo de transparencia en esas conversaciones.

Como viene denunciado reiteradamente la estadounidense Lori Wallach, de la ONG Public Citizen Global Trade Watch, lo que los negociadores persiguen sobre todo es que las políticas públicas se adecúen a los intereses del sector privado en asuntos como la seguridad alimentaria, el precio de los medicamentos, la sanidad, la educación, la energía, los recursos naturales como el agua, el medio ambiente o los equipamientos públicos.

Uno de los aspectos más polémicos de lo que se negocia es la creación de tribunales de arbitraje de carácter privado para resolver los conflictos que puedan surgir entre las empresas y los Estados.

Así, una multinacional o un fondo de inversiones puede querellarse con un Estado por una decisión soberana de éste que afecte negativamente a las perspectivas de ganancias de aquéllos y sería entonces un tribunal de ese tipo y no la justicia estatal quien dirimiese el asunto.

Esos tribunales estarían formados, según sus promotores, por árbitros supuestamente independientes, de los que uno lo nombraría el demandante, otro el Estado demandado y un tercero sería acordado entre ambos.

En opinión de sus críticos, ello equivaldría al secuestro de los poderes públicos, a la desposesión de los ciudadanos, que quedarían sometidos a los intereses egoístas de las multinacionales y los fondos de inversión internacionales.

¿Por qué, se preguntan muchos, es tan difícil que un Estado eche a una empresa de su territorio mientras que ésta puede trasladar en cualquier momento y sin dar explicaciones sus centros de trabajo a cualquier otro lugar en busca sólo de una mayor rentabilidad inmediata para sus accionistas?