En la democracia representativa siempre hay teatro, pues a la gente, inmunizada al verbo político, sólo le llega algo cuando se escenifica o se le traduce a gestos. Pero, como en todo, el asunto es la dosis. Si la política se hace toda en plató, pendientes de las cámaras y bajo el calor de los focos, la denostada política representativa se cambia por la pura representación. Aunque habrá quien piense que esto es el colmo de la democracia, no es más que la sumisión a la dictadura de las pantallas, el imperio del reality show y la mediatización por lo mediático. Es verdad que las cámaras representativas han sido demasiado herméticas y lejanas, y también que ha habido mucha política de camarilla, pero la entrega como reacción a las otras cámaras parece olvidar que éstas son el nuevo invento para separar dos mundos, el de los que representan ante ellas y el de los que miran absortos.