Hoy se vota en el Parlamento Europeo una resolución sobre el TTIP, la cual ha recibido casi mil enmiendas. Un capítulo especial a este respecto ha merecido el ISDS (del inglés investor-state dispute settlement): es un instrumento de arbitraje de diferencias estado-inversor. Sirve para que los inversores extranjeros puedan denunciar a un Estado ante un tribunal privado cuando sientan que algunos de sus intereses puedan ser o hayan sido vulnerados. El TTIP es pues un instrumento perverso que ataca los derechos democráticos más básicos. Otra característica del ISDS es que se trata de un mecanismo de arbitraje neoliberal en el que el juez también es parte. Previamente a la votación de hoy, ayer martes se aprobó en la Comisión de Comercio Internacional del Parlamento Europeo -con el apoyo de los diputados social-demócratas, conservadores y liberales- la resolución que da el visto bueno al TTIP y que hoy se debate en el pleno. Pero a pesar de esta coalición entre diputados, la ciudadanía europea rechaza el sistema de justicia paralelo que dicho tratado pretende instaurar y no acepta la armonización a la baja de las normas relacionadas con el medio ambiente, la salud, la agricultura, los servicios públicos, los derechos sociales o la protección de los datos personales, que dicho tratado conlleva. Pero parece que sus señorías no se enteran.

Si finalmente se aprobara la resolución sobre el TTIP en los términos consensuados, sería un paso atrás histórico, pues significaría la reaparición de los tribunales de excepción, prohibidos por la Constitución Española, el regreso de tribunales con nulas o escasas garantías jurídicas. Esta falta de garantías estriba en el hecho que dicho mecanismo de arbitraje dependería de una organización privada, cuya carta constitutiva le encomienda como misión principal la tutela de los intereses de las grandes corporaciones multinacionales. Y además en la circunstancia que el arbitraje no sería ejercido por magistrados independientes, inamovibles sometidos únicamente a la ley, sino por juristas nombrados al efecto. Debido a ello este mecanismo ni siquiera puede ser llamado tribunal, pues no se trata de una función pública ejercida por un órgano competente del Estado, ni dicho organismo estaría integrado en el poder judicial, que es el poder del estado que tiene encomendada la administración de Justicia en la sociedad. Se trataría de un organismo paraestatal, no controlado por el Estado.

La aprobación del TTIP significaría la ruptura de la unidad jurisdiccional tanto en España, como en el resto de Europa. Este principio es la base de la organización y funcionamiento de los tribunales en los estados modernos. La otra consecuencia sería la pérdida del monopolio de la potestad jurisdiccional. La aprobación de este tratado implicaría, por tanto, la quiebra del Estado de Derecho. Y sin la garantía última de los tribunales no se puede hablar de la existencia de un estado democrático.

Pero la aprobación del TTIP supondría una ruptura aún mayor: el nacimiento de una nueva soberanía, que coexistiría con la soberanía clásica. Así frente a la soberanía del estado derivada del pueblo, estaría la de las grandes corporaciones derivada del TTIP. Frente al poder del pueblo se habría institucionalizado el poder de las grandes corporaciones e inversores. Frente al poder sancionador del Estado se contrapondría el poder sancionador de estas corporaciones, dirigido contra los Estados a través del ISDS. Frente al derecho estatal estaría el derecho de las grandes corporaciones multinacionales: el TTIP, el cual tendría primacía sobre aquél. Se establecería así una nueva y más terrible forma de explotación: la rapiña de indemnizaciones a los estados, como nuevo nicho de recursos. Esto es el TTIP.

A fin de evitar el coste de la indemnizaciones que podría conllevar un arbitraje del TTIP, los Estados tratarían de buscar un consenso con los lobbies empresariales antes del proceso legislativo, que ya no reflejaría los intereses de los ciudadanos, sino los de las multinacionales, al quedar el estado sometido a la amenaza y al chantaje de las indemnizaciones millonarias que le podrían ser exigidas. Dada la actual configuración de la división de poderes, en la que existe una estrecha unión entre poder legislativo y el poder ejecutivo, la contaminación del poder legislativo traería la contaminación del poder ejecutivo. Con un poder legislativo y ejecutivo mediatizados por el temor a las indemnizaciones y unos tribunales de justicia impotentes ante el arbitraje privado del ISDS, por la extracción de estas competencias a favor del tribunal privado, la amenaza de la democracia sería cierta, inevitable e ineludible. Como ya sucedió en Europa durante el siglo XIX, si este tratado llegara finalmente a ser aprobado produciría el vaciamiento de la democracia, que como en aquel siglo sería nuevamente un cascarón formal, vacío de todo contenido real para los ciudadanos. Llegados aquí, me pregunto si la guerra abierta entre corporaciones sustituirá al marketing, en la disputa por los territorios y los recursos de unos Estados débiles.

La gravedad del trance en que nos encontramos es evidente. Por eso sólo tenemos dos vías de defensa: una primera, inmediata e ineludible, la movilización y oposición a este tratado maldito que puede acabar con nosotros. Una segunda vía de defensa es la exigencia de la extensión de los derechos fundamentales frente a las empresas y grandes corporaciones multinacionales. Hasta el próximo miércoles.