Tomo prestada de mi buen amigo Manuel Sánchez Vicioso, como título de esta columna, esta metáfora extraída de uno de sus últimos Amaneceres, con los que puntualmente nos agasaja a diario a través del correo electrónico y del WhatsApp. Un breve comentario de actualidad, que no es un tuit solo porque no utiliza este medio, junto a la fotografía de la madrugada. Una pequeña dosis de sabiduría contenida en unas líneas para el amanecer del día. Una cita puntual con los amigos. En la barriga del cielo es una expresión afortunada no solo porque la haya dicho mi amigo, sino porque es propia de una pulida retórica del sur que embellece la expresión de los conceptos.

Plutón lleva desde siempre en la barriga del cielo, escribe mi amigo en sus Amaneceres, pero por primera vez hemos podido verlo tan cerca gracias a la sonda espacial norteamericana Nuevos Horizontes, tras 9 años y medio surcando el Sistema Solar hasta sus propios confines, donde se halla el planeta enano. A 7.500 millones de kms. de distancia. En el Cinturón de Kuiper, conjunto de cuerpos de cometa que orbitan en el Sistema Solar exterior donde el Sol, afirman los astrónomos, ya no influye en los cuerpos celestes. Más allá, el espacio interestelar.

Gracias a la sonda de la NASA, que el pasado 14 de julio tuvo su aproximación máxima a Plutón y a sus lunas, hemos podido conocer su extremada juventud, su superficie que es resultado de procesos volcánicos de los últimos 100 millones de años frente a los 4.500 millones de años con los que cuenta el Sistema Solar; su topografía rugosa, pero sorprendentemente sin cráteres; las montañas heladas que delimitan la Región de Tombaugh, en honor a su descubridor, el astrónomo Clyde Tombaugh, hace ya 85 años, en 1930; su composición más de hielo que de roca; o los desfiladeros y acantilados de Caronte, su luna más grande. La ciencia y la tecnología puesta al servicio del conocimiento de las fronteras del universo.

Mucho se ha avanzado en las últimas décadas, desde aquel año de 1969, el 20 de julio, otro mes de julio como el de la sonda Nuevos Horizontes llegando a su principal destino, antes de perderse en la inmensidad del espacio, cuando el maestro de periodistas, el singular Jesús Hermida, fallecido el pasado mes de mayo, relataba con esa voz peculiar llena de bucles sonoros, como el flequillo de su cabello, la llegada del hombre a la Luna, a la nuestra. Jesús Hermida, con voz entrecortada por la emoción, describió de forma magistral aquel momento en que el astronauta estadounidense Neil Armstrong, el primer hombre en pisar la Luna, descendía por las escaleras del Apolo 11, «cuando el hombre deposita(ba) por primera vez su pie, su cuerpo, y con él todo lo que el hombre tiene encima, su pensamiento, su alma y su corazón, su ciencia también, en la Luna». Entonces nuestro límite estaba allí, en la Luna, haciendo realidad el sueño que imaginara George Melies en la primera película de ciencia ficción de la historia, Viaje a la Luna (1902). No fue casualidad la temática. La Luna fue siempre un sueño inalcanzable para el hombre, siempre presente, siempre a la vista, sobre nuestro cielo, cuando éste se reducía a lo que estaba bajo nuestra mirada. Cuando tan solo imaginábamos que somos parte infinitésima de un universo sin límites, pero en el que nos reconocíamos como únicos y no éramos conscientes de nuestra pequeñez. La Tierra y la Luna eran entonces la barriga del cielo, el centro de nuestro universo. El cielo como el paraguas que nos cubre y nos protege, nuestro cielo protector. Como metáfora de una forma de entender el mundo y el hombre, a lomos de un planeta llamado Tierra, el único habitado del sistema solar. Era todavía solo el cielo de las religiones, ése que está en línea recta, que es vertical y ascendente, y que da cobijo a todos los creyentes. Hoy, la ciencia y la tecnología actuales han ensanchado las fronteras del universo, que se han ido ampliando al ritmo del conocimiento. El cielo de la NASA es horizontal y expandido en todas las direcciones. La Luna había sido nuestro particular Cinturón de Kuiper, a tan sólo 384.400 kms. Pero en 1990, cuando la sonda espacial Voyager 2, tras atravesar Neptuno, a 6.000 millones de kms., volvió su cámara hacia la Tierra mostró la insignificancia revelada de nuestro mundo. Ese pequeño pálido punto de luz en la vastedad del cosmos, que tan bien describiera Carl Sagan. Hace tan solo unos días, de nuevo en julio, la NASA descubría el planeta más parecido a la Tierra hallado fuera del Sistema Solar, el Kepler-452b, gracias a la misión espacial del mismo nombre, justo 20 años más tarde del descubrimiento de la existencia de otros soles que albergan planetas.

El futuro nos deparará nuevas sorpresas, y un mejor conocimiento de nuestro lugar en el mundo, en la barriga de un enorme cielo que se expande y que nos hace cada vez más pequeños, y quizás no únicos porque la vida haya podido brotar en otro de los recónditos rincones del universo. Pero es aquí en la Tierra donde se encuentra la única historia del ser humano conocida, y ésa es la grandeza de la vida en esta pequeña mota de polvo suspendida en un rayo de sol en la inmensa oscuridad cósmica, en palabras de Carl Sagan. Por eso, entre tantas otras cosas, para mi amigo Manolo y para mi, el ser humano tiene la inexcusable obligación de preservar y cuidar este privilegiado punto del universo.

*Juan Antonio García Galindo es catedrático de Periodismo de la Universidad de Málaga