La primera bala le atravesó la mano izquierda. La segunda bala le atravesó la mano derecha. La tercera bala le atravesó el muslo derecho. La cuarta bala le atravesó el muslo izquierdo. Antes de apretar el gatillo para dar salida a la quinta bala el cobrador apuntó con cuidado al centro de su frente y le volvió a preguntar si lo había entendido. El otro, el moroso, sacudió la cabeza de arriba a abajo mientras se retorcía de dolor e intentaba taponar alguno de los orificios por los que la sangre se le escapaba a borbotones. Lo había entendido. Quizás demasiado tarde porque no sabía cómo podría sobrevivir a eso, pero lo había entendido. Entonces el cobrador esbozó una mínima sonrisa y las balas, una por una, regresaron lentamente al tambor del que habían sido desalojadas pocos instantes antes. Las balas danzando a cámara lenta en el aire en dirección a la pistola mientras desaparecía cualquier rastro de sangre en el pavimento gris de aquel callejón solitario.

El moroso asistía a ese espectáculo incrédulo y palpándose la mano izquierda, la mano derecha, el muslo izquierdo, el muslo derecho, incluso la frente. Seguía sintiendo el dolor porque el dolor no entiende de magias y cuando se aferra a una zona del cerebro es muy difícil expulsarle de ahí. Pero ya no veía las heridas, el río espeso de la sangre, el rostro expectante de la muerte descansando su peso sobre la guadaña. El cobrador insistió en preguntarle si lo había entendido y él asintió con toda la firmeza que se pudo permitir. Lo había entendido e iba a sobrevivir.

Lo había entendido y tendría una segunda, una tercera, una cuarta oportunidad. La última oportunidad, también eso había quedado claro. Porque este cobrador era efectivo de verdad. Nada comparable a los otros cobradores disfrazados de mamarrachos (toreros, panteras rosa, novios del XIX, ratones, billetes gigantes) que le habían enviado con anterioridad y de los que se había zafado sin problemas. Un cobrador con poderes mágicos: eso era algo insuperable, lo nunca visto. Te dispara, te hace retorcerte de angustia y de sufrimiento y luego, abracadabra, las balas desandan su camino y la sangre regresa al laberinto de venas y arterias del que se había escapado. Queda el dolor, pero ese se acabará marchando, eso tampoco es tan importante.

El moroso ya sabía lo que tenía que hacer: encontrar la pasta donde fuera (si hacía falta, robándola de debajo del colchón de sus abuelos o de las huchas de sus hijos) y pagar para que las balas y las heridas no acabaran siendo de verdad. Para que las balas y las heridas tuvieran billete de ida pero no billete de vuelta. Cualquier cosa menos permitir que el cobrador le arrinconara un día cualquiera en otro callejón y le hiciera el truco final: cortarle por la mitad con una sierra de ferretería y no de atrezzo, agujerearle con espadas de acero inoxidable y no retráctiles como las uñas de los gatos, romperle las piernas con un bate de béisbol de madera maciza y no con otro de humo.

El moroso, ya se habrán dado cuenta, es Grecia. El cobrador, en efecto, es la Troika, todos nosotros. Esta vez Grecia pagará o la Troika, y todos nosotros con ella, cumplirá sus amenazas y la desollaremos viva. Grecia, a la desesperada, también ha intentado hacer magia (la consulta popular, la presencia hipnótica del anterior ministro de economía), pero ahí ha quedado demostrado quién es el aficionado y quién el profesional.

Porque con la deuda no se juega, ¿entendido?