«Jesús, María y José, ¿esa criatura no tiene madre?», decía mi difunta tía María cuando veía pasar desde su balcón en la avenida de Juan Sebastián Elcano a una mocita ligera de ropa. Después recordaba a los padres de la criatura, a «la perdición de la juventud» y, para terminar su perorata, se encerraba en «El rincón de los ausentes» a rezar al Señor de los Afligidos por todo lo que le venía en gana. Mi tío y padrino -que, sin duda, está en el cielo- la contemplaba a través de sus gafas, movía su testa de izquierda a derecha y continuaba leyendo su periódico favorito: un Santo. Yo apuntaba en mi libretita secreta lo que no debería hacer cuando fuera mayor, aunque les juro que la envidiaba desde el fondo de mi alma.

La madrugada pasada observé con horror cómo cuatro criaturitas de doce o trece años, mientras esperaban la llegada del autobús, se desnudaban y lanzaban sus ropas hacia la mitad de la avenida de Juan Sebastián Elcano. A los diez minutos pasó un matrimonio mayor, recogió las prendas del centro de la avenida y se las devolvió a las niñas. La señora les dijo: «Si no os vestís en dos minutos llamo a la Policía para que os lleve a vuestras casas. Sois unas estúpidas malcriadas, no tenéis vergüenza ni edad para estar en la calle a estas horas. Venga, vestiros o llamo a la Policía y en dos minutos están aquí. La culpa no sólo es vuestra, vuestras familias son tan culpables como vosotras». Lo verdaderamente sorprendente es que las aventureras se vistieron en un pispás y llamaron por teléfono. A los diez minutos paró un coche familiar y se subieron a él. En ese momento me di cuenta de que necesitaría una gran infusión de tila calentita para poder conciliar el sueño. En el fondo no sólo las niñas eran culpables de la situación vivida.