Pocos adjetivos tienen un recorrido tan variopinto como el que adjetiva a la muerte. Estar muerto vale tanto para repartir duelo y dolor a los prójimos como para hiperbolizar los momentos más plurales de nuestra vida. Todos, sin excepción, hemos estado muertos alguna vez. ¿Quién, por ejemplo, no ha estado muerto de pena o de risa o de miedo o de envidia...? ¿Quién no ha cargado con el muerto de algo, de cuando en cuando...? ¿A quién no le ha caído el muerto de algún asunto sin esperarlo...? ¿Qué dama no ha estado tan muerta por él, como él lo estuvo por ella...? -o viceversa-. ¿Hay alguien a quién la fatiga no lo ha llevado alguna vez a estar muerto...? ¿Quién no se ha hecho el muerto en alguna ocasión...? ¿Quién, por su apetito no resuelto, no se muere de hambre a veces...? ¿A cuántos no llamamos muertos de hambre, a pesar de sus apariencias...? ¿Quién no ha conocido alguna persona muerta en vida...?

A lo largo de nuestra existencia, la cotidianidad nos llena la boca de estas muertes. Así, los marineros nos referimos a la obra muerta del barco; a las mareas y las aguas muertas; a las jarcias muertas; al tiempo muerto de las encalmadas paralizantes... Y todos, marineros y no marineros, hablamos de las mosquitas muertas, de los ángulos muertos, de los espacios muertos, de las horas muertas, de las vías muertas, del peso muerto, del espacio muerto...

En el fondo es como es como si nuestra vida, toda, estuviera transitoriamente rodeada de instantes muertos y de cosas muertas, es decir, como si la muerte en estos casos fuera muerte, pero solo hasta que deja de serlo. O sea, que los muertos de risa o de envidia o de miedo o de amor somos muertos transitorios, que dejamos de estarlo en cuanto salimos del estado en que nos hallamos. Salvando las enormísimas distancias y sin entrar en comparaciones rigurosas, el asunto sería poco más o menos como una agigantada caricatura de la metempsicosis -transmutación de las almas-, de la que nos habló Helena Petrovna Blavatsky, la madre de la teosofía moderna: ¡Hop, ahora muerto de risa..., hop, ahora muerto de pena..., hop, ahora muerto de hambre...!

Así visto, diríase que abandonamos nuestro estado de muerte en cuanto cesamos nuestra estadía en el miedo o en la envidia o en la fatiga..., o donde fuere cada vez. Lo curioso del caso es que cuando nos referimos a estar muertos en primera persona, la muerte nos llega por saturación. Estamos muertos de hambre o de risa o de miedo o de amor, cuando llegamos a nuestro límite, cuando no nos cabe más. Sin embargo, cuando nos referimos a las cosas que nos rodean, como las aguas, los espacios, las horas..., las cosas están muertas por escasez, por carencia, por inexistencia, por inutilidad o por imperceptibilidad. Así, las mareas muertas son inexistentes, las horas muertas, inútiles, los ángulos muertos, imperceptibles... Y yo me pregunto, si transmutáramos el asunto, tal cual, a nuestra industria turística, ¿qué pasaría...?

Si nuestro turismo fuera una entidad con vida propia y pudiera manifestarse en primera personas, como nosotros, está claro que sería en julio cuando se manifestaría diciendo estar muerto de ocupación, o algo así. Pero si fuéramos nosotros, como mosquitas muertas turísticas, los que habláramos de nuestro turismo en términos de muerte, seguro que nos referiríamos a su polaridad, es decir, a febrero como un mes muerto, lleno de vías muertas, de espacios muertos, de horas muertas... ¡Anda que no!

Para nosotros julio es la vida, sin embargo, para nuestro turismo podría -en condicional- ser la muerte, no solo por cuánto el abultamiento puede deteriorar el producto, sino porque es ese mismo abultamiento el que, por contraste, nos trae la muerte en febrero.

En estos maravillosísimos momentos por los que tantos hemos trabajado tanto, cuya realidad extensa nos sobrepasa, porque es magia caída del cielo, convendría una meditación profunda y verdadera -no un plan B- que nos lleve a discernir qué debemos hacer para que lo de «¡virgencita, que me dejen como estoy...!» sea un macroproyecto a largo plazo.

El mercado, de haldas o de mangas, tarde o temprano desmilagrará el escenario. Y no sería saludable que nos pillara, aún más sobrecargados de oferta, deambulando, sonámbulos y ebrios de éxito, por las calles promocionales de siempre jamás.