Hay algunos temas que uno orillaría, rodearía como se rodea la basura y su pestilencia o los barrios peligrosos. Hay temas de los que uno nunca volvería a escribir, pero que tienen el don de la insistencia y golpean con sus nudillos hasta que les abres y los atiendes. Y cuando un día te da por mirar la «egoteca» acabas dándote cuenta de la de tiempo y esfuerzo que has dedicado a algunas porquerías y te da un poco de pena y mucho coraje. Y, aún así, heme aquí cayendo de nuevo, como un adicto sin fuerza de voluntad, hablando otra vez de corrupción.

Si se mira desde fuera, como miraría un entomólogo a un bicho raro, intentando descifrarlo sin apasionamiento pero con rigor, este de la corrupción es un suceso muy curioso. Están los líderes políticos deshaciéndose una vez más en juramentos contra la corrupción, pero se olvidan, con ese enorme poder de olvido que solo ellos tienen, de que esa corrupción que prometen destruir creció fuerte y lozana bajo la planta de sus pies. Me produce una inmensa desconfianza el hecho de que siempre digan que les ha pillado por sorpresa, que no se lo esperaban, que no sabían nada. Teniendo en cuenta que son los jefes de sus respectivos partidos, que tienen en sus manos las riendas de la organización y, por tanto, el control absoluto de cuanto ocurre en ellas, ¿cómo es que no notaron nada en absoluto? ¿Tan torpes, tan ingenuos, tan ciegos son? Porque aquí solo caben dos opciones. O es verdad que no se enteran de nada, lo que les convierte en gente torpe, un poco lerda, no apta para gestionar la cosa pública, o no es verdad y sí sabían lo que estaba pasando y callaban por la razón que fuere, lo cual les convierte irremediablemente en corruptos.

Es un dato a considerar el hecho de que ninguno de los casos de corrupción en España se ha conocido por denuncia de un responsable, de una dirección política. Ninguno, hasta el día de hoy, se ha percatado de que tenía en casa un puñado de granujas haciendo de las suyas y lo ha denunciado ante los juzgados. Siempre es la policía, el partido rival o, en último extremo, un «cabreado» que denuncia por venganza, no por vergüenza, quienes acaban tirando de la manta.

Lo malo del dinero público es que quien normalmente se lo lleva es quien estaba encargado de custodiarlo, lo que viene a ser, de alguna manera, como si al salir a la calle te atracase la policía mientras el jefe mira, embelesado, cómo crecen sus cachorros.