Estaba situada en el centro de un largo pasillo blanco. La identificaba en español un rótulo bien visible, quizás demasiado severo: CONTROL DE ENFERMERÍA. Y su deliciosa versión en inglés -la que nos recordaba a Florence Nightingale y otros tiempos más amables- NURSES STATION. Como acompañante de un familiar, huésped de uno de los excelentes hospitales que jalonan nuestra Costa del Sol malagueña, en cuyos pasillos se hablaban varios idiomas, me reconfortaba eso de Nurses Station y la presencia de un grupo de personas admirables que hacía un buen trabajo al dedicarse a ayudar a los demás.

La mayoría de las ocupantes de aquella dependencia eran mujeres. Gloriosamente andaluzas por sus entonaciones, por su ágil inteligencia y por una incontenible y contagiosa alegría de vivir. Según uno de los pacientes, un jovial inglés que intentaba recuperar sus fuerzas a través de voluntariosos paseos por prescripción facultativa a lo largo del pasillo, eran ellas las más eficientes enfermeras que había tenido la buena fortuna de encontrarse en su vida.

De nuevo en casa y con la inmensa felicidad del regreso a la buena salud de la que había sido la protagonista de aquella estancia en aquella otra Montaña Mágica sureña, entre las sierras y el mar, busqué entre mis papeles un bien conservado ejemplar (del 14 de marzo de 1960) de la revista norteamericana TIME. Lo encontré con bastante facilidad. En la portada aparecía el gran cineasta sueco Ingmar Bergman, ya entonces un inmensamente prometedor y joven creador en estado de gracia. El artículo de honor de la revista mítica venía dedicado a él. Era un texto deslumbrante. Periodismo y literatura con mayúsculas. Su lectura, en aquellos tiempos, casi tan amenazadores como los actuales, fue un hito importante. Y descubrí que recordaba perfectamente este párrafo en la página 42 de la revista: «Y además el trabajo de Bergman es todo de Bergman y pocos directores de cine pueden afirmar algo similar. Él crea sus propias películas a partir de la primera linea del guión hasta el último corte de tijera, trabajando dentro de una furia reconcentrada; en primavera suele encamarse agotado en un hospital de Estocolmo, para cuidarse una úlcera imaginaria y para dictar los guiones de dos películas a lo largo de seis semanas...»

Comprendí al maestro Bergman entonces. Y aún más ahora. Muchas de las grandes lecciones definitivas que nos da la vida las podemos aprender en un hospital. Cuyo corazón parece latir solo para nosotros.