Después de ver los encierros pamplonicas de este año, me pongo a hacer algo más positivo, es decir, voy a contarles lo que oigo por aquí y por allá. No se lleven a engaño, amigos míos, no es igual «hacerles llegar mis experiencias personales» que poner «como un trapo viejo» a todo el que no opine como yo. No, no es lo mismo o eso al menos pienso. Les prometo no aburrirles con mis tontunas, que lo consiga es otra tarea que encargarle al destino.

Hace unos días visitamos Jerez de la Frontera. Fui a visitar a mi hermano Juanjo que está algo pachucho. No es raro, tenemos muchos años y, sobre todo, no se hace a vivir en un lugar donde, al abrir la ventana de su casa, no ve el mar. Cosas de malagueños. Yo le doy buenos consejos pero, como él es el hermano mayor no me hace ni un poco de caso. Desde aquí les deseo lo mejor, a él, una pronta mejoría, a mi querida cuñada Purita, una tonelada de paciencia y una idea maligna: para cuando se cure lánzale una zapatilla a la cabeza, sin mala intención, por supuesto, cuando se ponga pesado. Eso también ayuda.

He tenido que detenerme unos momentos porque he oído un incidente en la calle Juan Sebastián Elcano: un frenazo terrible y me he asomado a la ventana. Les cuento: Una señora mayor ha tenido la feliz idea de dejar en manos de su nietecito, de unos seis añitos una hermosa sandía y al momento el portador ha tropezado y la fruta ha ido a parar frente al colegio de San Estanislao. La gente ha empezado a gritar al crío para que no fuera a buscarla hasta que el semáforo se pusiera en verde y así ha hecho. Claro, ya no había sandía, sí una salsa roja que parecía el resultado de un atropello. ¡Dios, cada día que pasa me parece que nos volvemos más especiales. Sin querer ofender a nadie. Lo juro.