Un tipo de posguerra en diagonal de alfil a la vida. Siempre lo ha sido. En las calles del oeste de su infancia donde burlaba a zapatazos el hambre y el barro. También en la literatura mantiene a raya la realidad y su embrujo con un lenguaje directo y de zurda. Al costado o al centro los hooks cortos y los largos jabs. Limpios, invisibles, certeros. Allí donde el aire se gana o se pierde -si se respira hacia adentro o hacia fuera-, aguantando el gesto sin echarse atrás ni quitar sus ojos del oponente. Se le nota demasiado. Da igual que lo retraten de perfil o de frente, adusto irlandés y a la vez romano de África -podría reinar su busto por igual en un museo latino, en un cartel policial sobre un gánster en captura o en el del último combate de la velada-. Siempre tiene aire de estar en jaque open guardia. Aunque acaben, como ahora, de otorgarle el Premio Liber por su carrera literaria. Juan Marsé, ceñuda la mirada, partida la nariz en dos tiempos, los labios en una mueca de introspectivo silencio que sopesa por igual tomarse otra cerveza, charlar en corto sobre los bajos fondos de la literatura o comportarse con dignidad frente a la adversidad que casi siempre gana la mano y se lleva en descapotable la rebeldía perfumada de las burguesas. Cuántos adolescentes lectores soñamos con los labios de domingo y las bragas de oro de una Teresa por nosotros.

Hay otros retratos del maestro. Los fotográficos de los que huye o desafía, como el de su gesto de teniente bravo frente a César Malet en los 70. Y los que algunos periodistas con oficio de literatura gustan de trazar al carboncillo de la palabra sobre la imagen de aquellos que se merecen una página en la Historia de las Letras. Lo mismo que en una pared de aquellas peluquerías y boîtes donde aprender entonces a mirarse en el espejo, y en el fondo de una Martin Miller. Los mismos lugares que el autor de Si te dicen que caí compartió con Manuel Vázquez Montalbán, otro brillante cronista sentimental de barrio rojo y de ficciones dentro de lo real, que definió a su amigo Marsé Pijoaparte como un exaprendiz de relojero -de ahí el certero mecanismo de sus historias, el tiempo interior que las circunda-, animal narrativo y voyerista de escote y trasero, inevitable como en todo buen hijo de barrio. En esas fotos que todos le han hecho, sin que él posase en defensa propia, se parece más a Jean Gabin o a Ernest Borgnine -dos espléndidos actores a contra golpe y humo- que a esa imagen de escritor español que engloba el dandismo de actitud y de voz; la dedicación funcionarial a la obra y a la familia -siempre ponen en su vida un Manolo, una Ángeles o una Kodama-; la extravagancia del que se convierte en personaje de sí mismo; y la vecindad del que nadie sospecha la nómina de su ocupación. Sólo una vez, retratado por Ricardo Martín como aquel muchacho, esta sombra, para la revista Mercurio, he creído ver en una fotografía el alma de Marsé y el escepticismo del que sabe que la verdad está hecha de una materia y se prefiere a solas en el corazón y en la memoria cicatrizada. El verdadero rostro del tipo de posguerra para el que la felicidad consiste en vivir un ratito bueno, escribir un libro que gusta o acomodarse entre Baroja, Stevenson y John Ford.

Hay gente que desprecia los premios y desdeña a los que los obtienen. La mayoría no se ha batido en ninguno o nunca los nombró por unanimidad un jurado. Hay personas que los merecen, otras que los envidian y algunas que dan menos importancia al éxito y al fracaso porque el reconocimiento que les importa es el de su conciencia y el de su público. No sé si al maestro de Un día volveré los premios le caen bien. Con hielo o en trago corto. Con algunos cuenta en su biblioteca: el Planeta, el de la Crítica, el Nacional de Narrativa y el Cervantes 2008 entre una veintena. No es extraño que su esmero en el trabajo y el cuidado de la lengua -las únicas convicciones morales del escritor aprendidas de Ezra Pound- hayan sido galardonados por la Feria Internacional del Libro, a propuesta de la Federación de gremios de editores de España. Merecido reconocimiento a uno de los mejores novelistas de la Generación del 50 y gran retratista de Barcelona. Su prosa y su obra, junto con la de Eduardo Mendoza y Manuel Vázquez Montalbán, son un regio cinematógrafo literario de una época donde era muy difícil ser un héroe de clase baja a pesar de ser, como él dijo en su espléndido discurso de entrada a la Real Academia de la Lengua, el hijo de un pirata que soñó de niño ser el Coyote de Las Ánimas, el jorobado del cine Delicias y el vampiro del cine Rovira. A mí me gusta más como Ringo, el pistolero del Guinardó de esa maravillosa novela que es Caligrafía de los sueños, puro Marsé. Leerla es imprescindible para conocer al maestro que nos enseñó que lo importante es contar buenas historias y que la naturaleza de la escritura ha de ser como el hilo de Teseo en el laberinto de la memoria.

Hoy los niños de barrio no sueñan con ser escritores. Tampoco con hacer reseñas de cine en una revista o convertirse en periodistas de denuncia y combate. Casi ninguno se maneja ya desde pequeños como increíbles mecánicos en un garaje ni se adiestren la rebeldía y el coraje en un Club de boxeo. En las calles han desaparecido los juegos, las fronteras y el compromiso. Hoy día son de paso y han dejado de ser un territorio donde el destino era de los rabos de lagartija, los matones emboquillados y los solitarios con sombra de cuero. Ya no queda nada ni nadie del blanco y negro. El color y los tintes lo han emborronado todo de chillón hortera. Hoy los niños, si es que todavía quedan algunos a salvo de la lobotomía de la adicción tecnológica, si sueñan lo hacen con ser Messi, Cristiano Ronaldo o un cachas de gimnasio y gomina roneando chicas de silicona en las televisiones del mediodía. No distinguen ya entre el heroísmo de los perdedores ni en qué consiste ser de izquierdas frente a la economía y la política que nos han robado la dignidad, y de la lucha la esperanza. Algunos, muy pocos, crecen a la aventura en la isla de una biblioteca pero dudo que haya muchos para los que la cultura y la educación sean su bilingüismo de amantes. Ni siquiera creo que les importe que de su vida se pueda hacer una novela.

Las nuevas generaciones apenas se suben a las mismas narraciones que nosotros. No es habitual escuchar a los jóvenes debatir sobre Kafka, acerca de Faulkner, de Poe o Scott Fitzgerald. Su barrio es una pantalla y pasan de saber qué, como dijo Nabokov, la biografía de un escritor debe ser su estilo. Es lo que sucede con Marsé. Brillante, irónico, peleón, de barrio hasta cuando dice que quería irse al infierno al morirse pero después de que el Papá dijese que no existe, prefiere seguir viviendo para no subir a un cielo lleno de gilipollas. No sé si lo dijo un día de hartazgo existencial o cuando el debate de investidura en el que nuestros políticos seguían encerrados con un solo juguete. Da igual. Lo importante es que nos quedará eterno su barrio. Ese lugar donde la imaginación siempre mantiene en alto sus guantes contra los golpes de la realidad.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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