El 8 de marzo siempre me pilla con un año más. Cumplo el día antes. En 1910, sin embargo, aún no me habían gestado mis padres ni me había traído mi madre a este mundo. Pero en la IIª Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas reunidas en Copenhague, un centenar de tías de 17 países volvía a pedir el sufragio universal que incluía, claro está, el derecho a votar de todas las mujeres. En aquella reunión se declaró que el 8 de marzo fuese el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. No sé si esto lo saben los hombres. No me refiero al hecho de que yo no había nacido, claro está, sino a la lucha por el derecho al voto y la igualdad de trato jurídico de aquellas mujeres. Aunque, bien mirado, tampoco sé yo cuántas mujeres lo saben.

En España, paradójicamente, tuvo que ser la diputada Clara Campoamor la que consiguiese el derecho a votar de la mujer en 1931, enfrentándose a las mujeres socialistas, incluida la fenomenal malagueña Victoria Kent (la primera mujer del mundo, entre otras cosas, que ejerció como abogada en un tribunal militar). España fue de los países europeos más tardíos en aprobar el sufragio universal (sin contar el postrero y gris paréntesis de la dictadura franquista), pero lo hizo 34 años antes que EEUU, por contextualizar. Aunque lo curioso en España aquel mismo 8 de marzo de 1910, es que a partir de ese día las mujeres podían estudiar en la universidad al igual que lo hacía el hombre, gracias sobre todo a que otra crack llamada Emilia Pardo Bazán había sido nombrada consejera de Instrucción Pública. Aunque hubo otras heroínas que contra el viento de la Historia se habían aferrado a sí mismas para conseguir lo imposible, como la llamada con asombro y extrañeza «doctora de Alcalá» (María Isidra de Guzmán) porque se doctoró en la Universidad de Alcalá de Henares en 1785, o como la gran jurista Concepción Arenal que en la mitad del siglo XIX probablemente estudió Derecho disfrazada de hombre.

Ayer La Opinión llevaba a portada un extrapolable dato local: «Las malagueñas ganan un 22,38% menos que sus compañeros». Hace tiempo que las mujeres son ingenieras o arquitectas o camioneras o lo que sea, pero la tozuda realidad es que, salvo excepciones, ganan menos que los ingenieros o arquitectos o camioneros o lo que sea. El feminismo sigue siendo necesario, por tanto, aunque no debe ser más que un movimiento transitorio hasta conseguir que se normalice una igualdad real de derechos y deberes entre sexos, aunque sea imperfecta (en la vida todo lo es).

Como hijo de mi madre, como hombre de mi mujer, como posible padre de una hija, como tito de mi sobrina, como amigo de mis amigas, como hombre, odio el machismo. Pero para erradicarlo habría que insistir e insistir en que ante las cifras de la desigualdad (incluso de las más negras del machismo violento) y los comportamientos de demasiados adolescentes, algo de lo que hacemos no lo estamos haciendo bien y algo queda por hacer que no hacemos. Que los actos de mujeres sean para hombres. Que no se vincule el sensible Derecho de Familia con la monstruosa violencia de género. Que las niñas quieran ser princesas pero con el nombre de la empresa que dirigen en la corona. O que las televisiones revisen sus mensajes de manera transversal en la totalidad de sus emisiones, son sólo algunas. Y repensar las campañas y no agredir ni aburrir con ellas para concernir mejor y más. Quizá así no habría que titular «Hombres» esta columna del día después para que nadie piense que es más de lo mismo y que no va con él, en vez de llevar el título que merece: Mujeres.