Cuando la vida te asesta un golpe duro e inesperado, o intentas sobreponerte, o puedes hundirte en el más negro de los pesimismos. Pero tanto porque remontes o aunque te hundas, lo cierto es que, ya nada será igual. O eso dicen quienes como Heráclito, mantienen que nunca nada es igual, pues todo fluye, todo cambia constantemente. Lo he comprobado recientemente, como oyente habitual de Radio Clásica, tras el inesperado fallecimiento de Jose Luis Pérez de Arteaga, un desconocido para el gran público, salvo por la voz en la sombra que ha retransmitido anualmente el concierto de año nuevo de Viena. Ahora echo en falta sus programas.

También en el proceloso mundo de la política se habla de un antes y un después, desde la irrupción con fuerza en escena del fenómeno conocido como populismo, mundialmente extendido, sobre todo en Europa y América, ahora también la del Norte. Un populismo que, además de su conocida vertiente demagógica, actúa más sutil y peligrosamente. Me refiero a la política de desintegración del Estado de Derecho tal como lo conocemos.

Ejemplo de ello lo tenemos en una forma de populismo que nos afecta a todos los europeos como es el Brexit, la salida de la Unión Europea adoptada por una sociedad tan desarrollada en materia de libertades públicas como la inglesa, que pese a ello se ha pretendido implantar saltándose al Parlamento; lo que ha provocado que la profesora Doña Araceli Mangas haya afirmado que ello «es un exponente más de los choques alarmantes de legitimidades que los populismos esgrimen para poner fin al Estado de Derecho y a la democracia representativa en Europa. También en España».

Ratificando dicha tesis, tuve circunstancialmente la oportunidad de oír recientemente a quien hasta entonces tenía por serio jurista andaluz, decir que el fenómeno populista debe prevalecer; y que ahora las decisiones fruto del clamor popular han de pasar a ser transcritas directamente en Decretos Leyes; pasando por el Parlamento, y cito textualmente la frase escolástica que dijo, «como por un cristal, sin romperlo ni mancharlo». Novedosa teoría del todo desde el pueblo y para el pueblo, pero sin sus legítimos representantes.

Reconozco que este movimiento, comprobando que penetra en las clases jurídicas ilustradas, me produce desconcierto y desazón; pues no en balde echa por tierra valores en los que creo, y cuya defensa he propiciado en cuantos foros jurídicos internacionales he podido manifestarme.

Empujado por este desánimo, al programar un obligado viaje anual a Viena le pedí al piloto que me dejara apear en la Toscana italiana y, antes de retomar la marcha, me permitiera pasear incluso por sus confines, hasta Bolonia, donde tantos y tan buenos juristas españoles se han doctorado. Viendo los desastres de que es capaz el hombre-masa, necesitaba contemplar nuevamente, y sin apenas turistas, los monumentos que también puede levantar, en su doble acepción literal y metafórica, el ser humano cultivado. Monumentos de piedra, y monumentos de las ciencias de todas las ramas que reflejan la altura de miras que, en suma, supuso el Renacimiento.

Un renacer, rebuscando en el pasado de nuestra cultura, que nos salve de la mediocridad que nos acecha y reimplante al hombre ilustrado, frente al maleable hombre sin criterio que se aborrega en grupos informes, y vota irreflexivamente, por consignas.

En esta etapa dubitativa que atravieso, no sé si estoy en condiciones de afirmar, como ahora pienso, que quizá sea conveniente un nuevo Renacimiento que se imponga, cual nuevo humanismo, sobre los sentimientos rudos y cerriles que se palpan en el ambiente, y acabe con ideas del tipo de la escuchada en el Parlamento Europeo de que la mujer es inferior al hombre; que suprima la contingentación por lotes, como si fueran ganado, de quienes huyen del horror de la guerra, e intente implantar la paz sobre los nuevos bárbaros. Que la sociedad abomine de un largo etcétera de insensateces, xenofobias, racismos y otros radicalismos, que creíamos proscritos, y son fruto de las deterioradas educación y cultura que padecemos en Europa.

¿Nada podrá ser igual? Si en el plano individual el decaimiento puede ser difícil o a veces hasta imposible de superar, al menos intentemos colectivamente reimplantar aquellas virtudes que propiciaron la Europa que tomó conciencia de su identidad. Valores gracias a los cuales hemos permanecido unidos durante sesenta años. Y los que nos han de quedar.