La realidad no es un tema. Es el término con el que convertir un argumento en una verdad. La realidad en cualquier conversación en disputa es lo que se ansia fijar con la contundencia seca del timbre; con una voz condescendiente en su poder dialéctico, o un tono subrayado con violencia. Tres voces que en ocasiones se acompañan con el gesto de certeza en la mano, y otras veces con una mirada de sonrisa educada en busca de convencer. La realidad siempre está vinculada a la política, a la economía, a la cultura, a un suceso, problema o noticia. Los campos sobre las que todos los ciudadanos abrimos en turno de polémica y debate. Unos a favor, otros en contra, y algunos a la escucha que les permita conformar una posición desde la que les merezca la pena intervenir.

Esta práctica habitual forma parte de nuestro diálogo cotidiano con el mundo y con la vida que nos rodea Cada día escuchamos debatir en los programas de radio y de televisión. Y reproducimos su eco, el argumento en el que nos hemos sentido reflejados o a la contra. También solemos improvisar uno propio y más coloquial, en la cafetería del barrio, en el bar del mediodía, de mesa a mesa en la oficina. Incluso en el gimnasio en ese horario y cuando existen excepciones donde en las cintas, en las elípticas o en las bicicletas de un mismo gimnasio un cirujano, un catedrático de física, un abogado, un profesor de derecho y otros profesionales liberales comparten la oratoria en equilibrada conversación de posicionamientos acerca de un tema de la realidad que los ocupa. Una tertulia sin focos, sin maquillaje ni moderador con pinganillo, en la que la palabra es una toma de conciencia; el silencio un argumento estético; y el debate, un puente en el que entrecruzar ideas con la intención constructiva de encontrarse en un acuerdo; y de cierre en una risa colectiva y sin esfuerzo en la que se anudan las raíces de las que crece el afecto. Ni Antonio, ni José Ramón, ni Eusebio, ni Alejandro, ni Javier ni Carlos, y muchos menos Felisa y Alicia, se arrebatan por el nervio con desenlace adversario. Ninguno entra en combustión ni pretende atrapar al otro en su botella de cristal. Y eso que en el aire se contraponen, se desmigajan o se autopsian la posibilidad de un Gibraltar español; la denuncia de una torre de Babel que defienden los que epatan negocios y ambiciones privadas, o confunden progreso con especulación; el déficit mayor o igual en preparación y ética de unos políticos frente a otros; el abismo moral entre la macroeconomía y la economía humana de a pie; el tuneo de la sensualidad de una foto de hace sesenta años de Claudia Cardinale para amoldar las curvas Cezanne de antes al dibujo de Milan Fashion Week; u otras cuestiones de la actualidad meticulosamente dialogadas. No existe entre ellos la emboscada al argumento del otro. Tampoco el grito es la rúbrica violenta de un pensamiento desbordado que trata de imponer una razón de fauces abiertas en lugar de un acróbata o elaborado argumento.

Todo lo contrario de las tertulias profesionales. Y no me refiero a La Clave con la que José Luis Balbín nos ilustró con cine para debatir lo social y lo político, lo religioso y lo cultural, con excelentes invitados como Olof Palme, Daniel Cohn Bendit y Bernard-Henri Lévy ni a La noche de Hermida donde discrepaban sosegadamente y con humor inteligente Fernando Fernán Gómez, Cristina Almeida, Celia Villalobos. Luis Antonio de Villena y Álvaro Pombo entre otros. Lo que se lleva, crea militancia y pretende ser barómetro y brújula en nuestra actualidad, son esas otras tertulias de foro y circo sobre el ajo político y los temas con carga emocional en la que participan personas de supuesto fuste y mucha fusta con resaca en redes. Nombres y rostros que en muchos casos viven a lo largo del horario de parrilla y en diversas cadenas, sin tiempo para tener una solvente información a pesar de la contundencia de sus opiniones de ascensor: un mensaje contundente de tres frases cortas y llamativas o con argumentación guionizada al oído a favor de la acción y del dinamismo.

La fórmula eficaz con la que alimentar la temperatura del espectáculo: la confrontación de realidades distintas que deriva en una fricción que eleva el tono del discurso. Y de paso consigue audiencia, el éxito del minuto de la curva en alto. El objetivo por el que todas las cadenas dejaron de invitar a profesionales entendidos -que tenían claro el mensaje, sabían ser ellos mismos, transmitir seriedad y relajación, y mantenían una actitud positiva-, siendo reemplazados por los todólogos profesionales, con chispa y a cuchillo dispuestos a opinar de los temas más variados, sin que les haga falta tener conocimientos enciclopédicos ni tener que saber que el diálogo no comienza con un acto de decir, sino con un acto de escuchar, como defiende el antropólogo Gennaro Cicchese.

Su éxito escénico ha creado escuela. Los aspirantes sólo necesitan crearse una identidad televisiva -si puede ser a modo de personaje, mejor-, ser radicales con decibelios, no practicar jamás la neutralidad, provocar con rapidez , manejar con dominio el atropello verbal, mostrar abiertamente su lado emocional y montar de vez en cuando una bronca para hacerse respetar. Cada vez se doctoran más y se llevan un buen jornal por los campos de batalla de El cascabel al gato, Al Rojo vivo, Las mañanas de Cuatro o La Marimorena . Pocos desconocen quienes dicen ser y de qué opinión cojean Marhuenda, Alfonso Rojo, Eduardo Inda, Carlos Cuesta, Pilar Rahola, Montse Suárez, Pio Moa, Carmen Tomás, Elisa Beni o Fernando Berlín entre otros que igualmente se denominan comunicadores, y alardean de poseer supuestas informaciones de cocina política o de primera mano que nos ofrecen a modo de análisis independientes y credencial de trabajo. No es extraño que broten los populismos y en este siglo XXI arrasen en share ciudadano. Mucha gente comparte sus idearios a pie juntillas. Ya no se enseña en los colegios ni en los institutos, ¡Oh capitán, mi capitán!, a debatir con cordura, conocimiento, respeto y convencimiento.

Un propósito al que se acercó el programa 59 segundos a favor de crono que exigía en armar un buen discurso con el que convencer. En esa línea se encuentran otros programas y excelentes profesionales que llevan años ejerciendo análisis y opinión como Nativel Preciado, Javier Valenzuela, Fernando Ónega, Ignacio Camacho, Lucia Méndez, Nuria Ribó o Fernando Jáuregui. Gracias a ellos el debate político aborda claves que facilitan entender cuestiones de trastienda y contribuyen didácticamente a que el espectador tenga información acerca de interrogantes políticos o sociales, globales o de su comunidad, y adquiera diferentes perspectivas que le faciliten construir su propia opinión. Ese es el fundamento de las tertulias y lo fue durante mucho tiempo hasta que el periodismo se convirtió en portavoz de intereses partidistas o privados, y las televisiones lo fiaron todo a la batalla de la audiencia. No es extraño que el discurso de los partidos convenza poco, y que el debate político no deje de ser un enfrentamiento que deja perdedores. Lo hemos visto con lo sucedido en Podemos después de su Congreso de Vista Verde, y con el PSOE que anda en querella.

Pensar no es un espectáculo. Tampoco el argumento de un debate, ideológico, social o ciudadano, puede serlo.

Discutir con los otros no consiste en levantar un muro alrededor y excluir cualquier posibilidad de diálogo colaborador con las opiniones diferentes. El debate es una gimnasia saludable de la democracia y de los hombres. El arte de hacer de las ideas el lenguaje en el que encontrar la construcción que nos enriquezca como países, ciudades, personas que, en lugar de jugar con sus pulgares, enlazan sus manos.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es